Miquel Barceló viene presidiendo el Gobierno de Pedro Sánchez de forma abrumadora, dado que los nueves metros cuadrados de su obra L’atelier aux sculptures cubren una superficie muy superior a la enjundia de la suma de los miembros del gabinete transformados en Consejo. Y si la valoración se adentra en aspectos estéticos, crece la desventaja a favor del artista. La presencia apabullante del cuadro en las imágenes tomadas de las reuniones reduce a los ministros a monaguillos, y a su número uno a sacristán.

La mayoría de artista españoles pagarían cantidades significativas, a cambio de colocar una de sus obras presidiendo el Consejo de Ministros.

Sin embargo, Barceló retoma las provocaciones imprevisibles que lo caracterizaban cuando pintó la obra en 1993, para efectuar un giro Houellebecq y renegar de la apropiación política de su taller de esculturas. Los privilegios del genio consisten en discutir si su obra se halla mejor acondicionada en el museo Reina Sofía o en La Moncloa, por citar dos enclaves vedados a la inmensa mayoría de sus colegas contemporáneos.

En resumen, este gabinete está más mustio que un museo, y el artista más cotizado del país se resiste a presidir un Gobierno que solo da malas noticias. Ante el riesgo de que ni la potencia nuclear de su pintura en relieve consiga sobreponerse al pesimismo gubernamental, el artista prefiere ser relegado a las discretas salas museísticas. Tal vez Tàpies también preferiría no dominar las reuniones del Govern de la Generalitat, si pudiera manifestar su opinión. Acostumbrado a capear las malas noticias, Sánchez recibe ahora un golpe por la espalda, la parte de su autonomía que consideraba protegida por una tela que precisamente demuestra que el mejor arte puede asentarse en el desorden que caracteriza al actual presidente. Barceló dimite porque no quiere contagiarse, y de política sabe un rato.