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Ramón Punset

Observatorio

Ramón Punset

Azaña en la memoria

Azaña en la memoria

Manuel Azaña, quien fuera presidente del Consejo de Ministros y jefe del Estado durante nuestra II República, murió en el exilio francés el 3 de noviembre de 1940: hace, pues, 80 años. Extraordinario orador, maravilloso prosista y (lo que suele destacarse menos) gran jurista, Azaña fue, y continúa siendo, un político muy controvertido. Encarnó como nadie el régimen que contribuyó a fundar y perfilar y cuya ruina completa le tocó presidir desde la cúspide estatal. ¿Qué recuerdo nos deja hoy, tanto tiempo después de su muerte?

Por supuesto, las generaciones jóvenes ignoran por completo su figura histórica. Acudan, por tanto, a los primeros auxilios de la Wikipedia para hacerse una idea del personaje. Lo que sigue es, únicamente, la impresión que Azaña me ha dejado a mí, que empecé a conocer su obra ya durante la licenciatura, si bien a través de la historiografía franquista, para la cual Manuel Azaña era una reencarnación de Belcebú. Más adelante, y desde la época efervescente del doctorado barcelonés, puede empaparme de la historia de la desdichada etapa republicana, que continúo leyendo con la pasión y el interés inextinguibles inherentes a la nostalgia de un bello sueño frustrado.

A diferencia de la fauna política actual (que no hubiera pasado el trámite de admisión en el Arca de Noé), Manuel Azaña fue un gran hombre de Estado, con eminentes dotes intelectuales y un sólido proyecto reformador institucional y social. Y sin embargo se equivocó de medio a medio al intentar trasplantar a España el modelo de la III República francesa, que tanto admiraba (en especial el laicismo militante y anticlerical y la escuela única). Quiso la cruel fortuna que, luego de asistir al hundimiento bélico de la República española, tuviese que huir ante la derrota de su idolatrada Francia a manos de la Wehrmacht en 1940. Se equivocó igualmente al promover una Constitución sectaria, en la que no cabía la España tradicional, es decir, la mitad del país, como poco. Y ese sectarismo, que hoy le continuamos reprochando con justicia, se demostró igualmente al no aceptar la derrota electoral de 1933 y el triunfo de las derechas, especialmente el de las no republicanas o accidentalistas. Ahí falló estrepitosamente: “Antes que la Constitución está la República”, proclamó en 1934. ¡Qué lástima!

Azaña fue también el padre de la España autonómica, cuyo legado recogerían los constituyentes de 1978. Pero, entonces como hoy, los separatistas catalanes y vascos demostraron no ser leales al proyecto de Estado políticamente descentralizado que diseñó con tanta originalidad. La decepción de Azaña fue inmensa, aunque nunca abdicó de su autonomismo.

Este estadista tan equivocado merece, en cualquier caso, el máximo respeto, y así hay que decírselo a los españoles del presente, le dediquen calles y plazas o no, pues en el zarandeado callejero nacional cabe, por lo visto, cualquier chiquilicuatre y se dan, en cambio, las ausencias más clamorosas y vergonzosas. En un discurso pronunciado en Barcelona el 27 de marzo de 1930, dijo estas palabras dignas de recordación: “Yo no soy patriota. Este vocablo que hace más de un siglo significaba revolución y libertad ha venido a corromperse, y hoy manoseado por la peor gente [lo propio sucede en nuestros días, don Manuel] incluye la acepción más relajada de los intereses públicos y expresa la intransigencia, la intolerancia y la cerrazón mental. Mas si no soy patriota sí soy español por los cuatro costados, aunque no sea españolista”. Todo lo cual significa que, en realidad, era un verdadero patriota y no un patriotero del tachunda-chunda. Y su amor a España contra viento y marea todavía nos sacude y nos conmueve. Repárese en estas reflexiones, verdaderamente testamentarias, del 28 de junio de 1939: “Veo en los sucesos de España un insulto, una rebelión contra la inteligencia, un tal desate de lo zoológico y del primitivismo incivil, que las bases de mi racionalismo se estremecen. En este conflicto, mi juicio me llevaría a la repulsa, a volverme de espaldas a todo cuanto la razón condena. No puedo hacerlo. Mi duelo de español se sobrepone a todo”.

Al rememorar a Azaña destacando su dignidad y su patriotismo, rememoramos también su intenso dolor ante los estragos de la pasión política, cuya responsabilidad, sin embargo, también le alcanza. Tomemos buena

nota.

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