La Provincia - Diario de Las Palmas

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El despertador

¡Dios, cuántas mentiras!

No me gustan las mentiras, y aún mucho menos las personas mentirosas. Sobre todo si son mentiras reiteradas y los mentirosos reiterantes y reincidentes. No me gustan porque incumplen el octavo mandamiento de la fe cristiana, el que reza “no levantar falsos testimonios ni mentir”, que es, en la religión y creencias dogmáticas inalienables de mis antepasados y también en la cultura cívica de mi vida, una de las 10 normas básicas de estricto y obligado cumplimiento individual y colectivo para la correcta y mejor convivencia social y pública posible. Es en ella donde está el suelo firme del verdadero cielo.

Desde que tengo uso de razón, la palabra dada sin falsedad, sin mentiras de ninguna clase, fue siempre un carné de identidad y un pasaporte de uso y costumbre obligatorios en cualquier transacción de las personas de buena voluntad (las buenas personas), fuera cual fuera su cuna, profesión, formación o estatus social. En aquella sociedad de la austeridad en la que se forjaron nuestros antepasados más cercanos, nuestros padres y abuelos, aquel mundo agroalimentario sin el actual consumismo depredador y tecnológico, donde se vivía en contacto directo pleno con los otros y en la permanente necesidad de la participación asociativa y colaborativa vecinal, “la palabra siempre iba a misa”, “la palabra era ley” y “se cogía antes a un mentiroso que a un cojo”.

Hoy, sin embargo, en este mundo donde se está perdiendo con inusitada rapidez el humanismo procedimental que nos alumbraba la fe; donde se desdeña e incluso se condena cualquier espíritu espartano de sacrificio individual por el bien colectivo; en este mundo humana y medioambientalmente estresado, donde el sobredimensionado cientifismo desarrollista nos está encumbrando -al menos teóricamente- hacia una mayor intelectualidad y mayores “avances sociales”, la mentira ha dejado de ser una prohibición. Incomprensiblemente, la palabra dada, la verdad sin excepciones, ha dejado de ser ley para convertirse en una gran autopista de competición personal donde vuelan las personas mentirosas en búsqueda de su Olimpo particular. Esa sub-normalidad, ese proceder relacional incoherente y a-normal, se está apoderando de todo, absolutamente de todo lo que vemos y oímos, incluso de lo que comemos y hasta del aire que respiramos.

La mentira se está implantando sin opacidad de ninguna clase en la modernidad de nuestros días como un fenómeno convivencial ordinario y atmosférico general, fuera de orden y sin ley, sin ningún concierto, sin ninguna medida ni regulación, y por tanto indefinidamente válida como arma de ataque o de defensa, y muchas veces, demasiadas, como denigrante vehículo de credibilidad argumentativa en la comunicación. En cualquier declaración, mitin, comunicado, comparecencia, conversación… Aún siendo ridícula, vergonzosa, contranatural y deshonrosa, la mentira ha llegado al poder. Y a la vista está que ha llegado para quedarse. Se está enquistando en todo lo social y público, actuando como un adherente definitorio de la personalidad singular y plural actual. Tanto que los sin-vergüenzas no temen mentir. No les duele la indignidad ni les preocupa en absoluto la falta de honor. Por eso la validez de la palabra, en peligroso entredicho, ya no es un requisito imprescindible en la vida en común, y mucho menos en la cartera de valores ministeriales de quienes están llegando a ser representantes públicos de la sociedad estructurada en la que habitamos numeradamente confesos.

La verdad, que fue un pilar maestro del templo sobre el que se levantó el edificio psicológico de nuestra actual sociedad occidentalizada, es ahora el escombro que fotografía y refleja con fidedigna suficiencia la cruel caricatura de nuestra humana imperfección. Como entes y agentes de entendimiento, conocimiento y razón, debiéramos preocuparnos y ser conscientes de que la palabra, como origen mismo del ser, está perdiendo el virtuosismo de su propio significado. Aquel verso bíblico que enunciaba que “primero fue la palabra y después la luz”, ha dejado de respetarse por muchos como la verdad necesaria para impedir que el caos se imponga por la fuerza al orden natural de las cosas. Temamos que la palabra, la verdadera esencia de la libertad, esté siendo desde hace muchas y angostas mentiras la mayor estrella que se nos apaga. ¡Cuántas mentiras, Dios!

P.D.- Aplíquense este cuento nuestro Presidente Sánchez y otros tantos, pero también en la proximidad mi querida amiga Onalia Bueno. No está bien mentir. La historia, antes o después, siempre coloca a cada cual en su sitio. Sobre todo a las personas mentirosas. Señora alcaldesa, no se puede ni se debe convocar y celebrar un examen público para el día 30 de octubre con un acta final rubricada desde el día anterior. No es ético, y es ilegal.

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