La Provincia - Diario de Las Palmas

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Alerta cívica

Los españoles estamos viviendo una crisis profunda, mayor que las conocidas en decenios anteriores. Puede acabar siendo el punto de inflexión hacia alguna modalidad de “democracia iliberal”, con la demolición del sistema político que tan mayoritariamente nos dimos los españoles. No es una crisis más.

En ella se superponen, como en las muñecas rusas, diferentes dimensiones ya bien conocidas: emergencia sanitaria recurrente; crisis económica de una envergadura muy superior a la inicialmente prevista; crisis de gobernabilidad, que ha obligado a cuatro elecciones generales en cinco años y a mantener los mismos presupuestos tres años seguidos; crisis “territorial”, de coordinación entre los distintos planos de la Administración del Estado, y por mantenerse viva y beligerante la insurgencia secesionista; crisis social, cuando al paro masivo y al deterioro de las condiciones de vida de millones de ciudadanos se suma la debilidad de expectativas de mejora. Y crisis política, por un clima de antagonismo permanente entre las principales fuerzas en liza, sin apenas resquicio para la cooperación, al tiempo que se ahonda el distanciamiento entre la ciudadanía y sus representantes.

Como remate, crisis institucional, el elemento diferencial de la situación presente. Componentes centrales del entramado institucional que sostiene al Estado están siendo objeto de una continua descalificación, con el poder judicial y la Corona como objetivos prioritarios, aunque no únicos. El ataque frontal a la independencia del poder judicial –pieza fundamental de la separación de poderes– tiene ya largo recorrido, tanto como la proclividad partidista a la judicialización de la política. Más reciente es el situar a la Corona en la diana: unos parecen haber convertido el casi cotidiano ataque a la Monarquía en su único referente ideológico; otros, en el polo opuesto, se ven arrastrados a defender una institución que no debería necesitar defensa alguna. Salvada la distancia entre la diferente responsabilidad de cada uno de esos comportamientos, ambos acaban instrumentalizando la Corona para satisfacer intereses partidistas, queriendo ignorar que la monarquía no es de derechas ni de izquierdas: es la institución asociada a la Jefatura del Estado, clave de bóveda del pacto constitucional originario.

Por si todo esto no bastara, la confrontación esterilizante que prevalece en el escenario político se alimenta de programas o proyectos que, sin ser hoy prioritarios, agudizan aún más la tensión. Reabrir heridas, en vez de ayudar a cicatrizarlas; dividir en vez de cohesionar. Programas políticos divisivos en una encrucijada que requiere, más que nunca, esfuerzos conjuntos de conversación cívica y de suma de partes.

Los costes de todo tipo generados por la pésima praxis política están a la vista. Hacia fuera, abrupta caída reputacional en los medios internacionales: el prestigio, tan costoso de adquirir, se puede perder con rapidez. Mala cosa cuando de nuestra credibilidad y transparencia también va a depender la disposición de los socios europeos para facilitarnos el acceso a los fondos del plan de recuperación (Next Generation): no son dineros a fondo perdido –ni las subvenciones ni los préstamos–, y su gestión habrá de ser imparcial, técnica e independiente.

Hacia dentro, el perjuicio no es menos grave. La gestión partidista de la pandemia a escala nacional ha eludido exigencias reclamadas universalmente: una, asentar la gestión sobre criterios científicos, otorgando competencias específicas a comités de composición pública y con miembros de indiscutible cualificación; otra, la puesta en marcha de una auditoría independiente de lo realizado hasta ahora, lo que es ya un clamor de la comunidad científica. La coordinación entre el Gobierno de la nación y los Gobiernos autonómicos es más que mejorable. Al no desarrollarse el instrumento jurídico necesario para afrontar con eficacia la emergencia, el “cada uno por su lado” sigue siendo la pauta.

En suma, la actual orientación de la política pone en riesgo el marco de seguridad jurídica y estabilidad institucional que precisan las empresas para desarrollar sus negocios y crear empleo, y la sociedad para disfrutar de paz y bienestar. España amenaza con deslizarse por la pendiente que conduce a una democracia que incumple el principio fundamental de la separación de poderes y no es capaz de asegurar la cohesión interna y el buen funcionamiento de cada uno de ellos. Mantener esa orientación puede conducir a la senda de la desestructuración del Estado. Es un riesgo que debe quedar cancelado por completo.

Desde el Círculo Cívico de Opinión queremos alertar de ese peligro e insistir en la urgencia de rectificar el rumbo. Dos objetivos son prioritarios en la medida que condicionan todo lo demás:

Primero, defensa con claridad y firmeza de la letra y el espíritu del orden constitucional. En el punto en que nos encontramos, el Gobierno de la nación no solo debe dejar constancia de la legitimidad de la democracia parlamentaria nacida en el 78, sino dar ejemplo de respeto y lealtad a una Constitución aprobada masivamente por los españoles.

Segundo, formación de una mayoría parlamentaria amplia y coherente que asuma la tarea de aprobar los Presupuestos Generales y lograr Pactos de Estado con acuerdos básicos transversales, abandonando instrumentos como el veto o la opacidad respecto a las condiciones para obtener determinados respaldos. Sin esos acuerdos, compatibles con el ejercicio de una oposición responsable, resultará imposible superar la actual encrucijada crítica y garantizar una gobernabilidad del país en línea con la trayectoria abierta, tolerante y participativa de nuestra democracia.

En días recientes se han oído palabras y visto gestos positivos en esa dirección que se reclama. Ojalá se confirmen con pasos firmes hacia un cambio de rumbo. La acción cívica es imprescindible. No dejemos que el ruido y los discursos del odio acaben imponiéndose sobre la argumentación serena, el partidismo sobre el interés general, y la ignorancia y el diletantismo sobre el conocimiento y la experiencia. Como ciudadanos estamos llamados a ejercer los deberes que nos corresponden y a exigir la gestión responsable de los intereses comunes, de lo que a todos nos pertenece. En ello reside también nuestra esperanza.

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