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Joaquín Rábago

Muerto el perro… no se acabó la rabia

Muerto el perro, se acabó la rabia”, reza un popular refrán español. Sería demasiado fácil aplicarlo a la muerte –política, se entiende– del autocrático presidente de la Casa Blanca, el republicano Donald Trump, tras su derrota por el también septuagenario Joe Biden.

Sin embargo, no parece que vaya a ser el caso en un país donde la simple mención de la palabra “socialismo”, aunque sea en su variante más suave, la que encarnaba el dos veces frustrado aspirante a la nominación demócrata Bernie Sanders, hace a muchos llevarse inmediatamente la mano al revólver que llevan al cinto.

Lo que se ha dado en llamar “trumpismo”, esa fuerza profundamente destructiva, está por desgracia ahí para quedarse. ¿Cómo explicarse, si no, que en medio de una crisis sanitaria que, por culpa en buena medida del negacionismo sistemático e irresponsable de Trump, se ha cobrado ya la vida de cerca de 240.000 de sus compatriotas, el todavía presidente haya obtenido todavía más votos que hace cuatro años.

Se ha dicho muchas veces que Trump no es sino el síntoma de un malestar social, de un profundo resentimiento que ese extravagante político ha hecho aflorar y sabido explotar electoralmente en beneficio propio. El trumpismo no es, en efecto, una ideología, sino una religión y, como toda religión, apela a la fe, jamás a la razón.

Quienes le votaron la pasada vez y han vuelto a votarle más masivamente todavía –unos 71 millones en total en esta ocasión– algo que a la mayoría de los europeos no deja de extrañarnos; no son simples electores, sino “fans”, como esos seguidores entusiastas de un equipo de fútbol, al que están dispuesto a perdonarle cualquier cosa.

Muchos de sus votantes se identifican, es cierto, con su estilo brutal, con su grosería, sus continuos insultos al adversario político y a los periodistas, con su anti-intelectualismo, su misoginia o su profundo racismo, porque sienten que aquél está a su nivel, que es, pese a sus millones, uno de ellos. Otros le votan aunque tengan que taparse la nariz porque comulgan con su feroz individualismo y una política económica que sólo distingue entre ganadores y perdedores.

Trump ha sabido crear, desde que lanzó su primera campaña, una coalición de trabajadores industriales blancos, demasiado tiempo olvidados –todo hay que decirlo por los demócratas, preocupados más bien últimamente de cuestiones identitarias–, de conservadores evangélicos, que creen en el creacionismo y en la proximidad del fin de los tiempos –de ahí su decidido apoyo al Estado de Israel–, y también de agricultores, de gentes que viven en los Estados básicamente rurales del centro de ese inmenso país.

A los que hay que sumar también una minoría de afroamericanos que sigue confiando en él pese a su flagrante racismo y muchos latinoamericanos, sobre todo los del exilio cubano, venezolano o nicaragüense, que, procedentes muchos de ellos de las clases medias o adineradas de sus respectivos países, detestan también todo lo que pueda sonarles a socialismo aunque esté a miles de distancia de lo que ya conocen.

El multimillonario y evasor de impuestos Trump ha conseguido así convencer a millones de norteamericanos de que el Partido Demócrata es el del big money, de los negocios, al que apoyan los grandes medios de comunicación y las multinacionales tecnológicas de la costa Oeste del país, mientras que el Partido Republicano que él ahora representa es el de las clases medias y trabajadoras, perjudicadas por la globalización y los tratados de libre comercio firmados por sus predecesores.

Por muchas argucias legales a las que recurra con ayuda de su bien pagado equipo de abogados o los jueces conservadores que él nombro para intentar seguir cuatro años más en la Casa Blanca y evadir gracias a la inmunidad presidencial la acción de la justicia, que le persigue en Nueva York por fraude bancario, fraude electoral y blanqueo de dinero, Trump tendrá que abandonar el próximo enero la Casa Blanca.

Nadie es capaz de descartar, sin embargo, que vuelva a probar suerte dentro de cuatro años si finalmente no es condenado por los tribunales o si decide auto-amnistiarse preventivamente desde la Casa Blanca, pero hay otros ya dispuestos a recoger su herencia, entre ellos sus hijos, Ivanka y Don júnior.

Y también algunos jóvenes senadores como Josh Hawley, de Misuri, o Tom Cotton, de Arkansas, más preparados intelectualmente pero tan populistas como el Donald.

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