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Fernando Canellada

Guillermo Mariscal, cofrade de Vegueta

Los periodistas estamos acostumbrados a escribir de muertos. Los de los sucesos del día; los del último atentado terrorista; ahora de los migrantes de las pateras que encuentran la muerte en la travesía y, como en un goteo fatal, de las víctimas de la pandemia. En estos tiempos de coronavirus, con cierres y quiebras, aislamiento y distancias, este otoñal mes de noviembre se está haciendo más duro que de costumbre. Se suceden nombres de fallecidos en cientos de familias. 306 víctimas en Canarias de la Covid. Y bajo la amenaza de una tormenta tropical, llegó la noticia del fallecimiento de Guillermo Mariscal.

Cuando el que nos deja forma parte de nuestra existencia, del mundo compartido, el impacto es más directo para los que nos dedicamos al oficio de escribir. La muerte de Guillermo Mariscal, a los 69 años y tras una fulminante enfermedad, provoca un dolor especial en este año de angustia, desasosiego y temores.

No pretendo desgranar su prolífico compromiso con la vida, con la ciudad y con la Isla que le acogió, pero ha quedado claro que se había convertido en una verdadera institución en Las Palmas de Gran Canaria. Se había ganado el respeto de todos con su discreción, a fuerza de ayudar a los demás, con abnegación, generosidad y entrega.

Con su esposa María Victoria formó un pareja admirable que disfrutó del buen hacer de sus hijos y vio nacer a sus nietos. Destacaba en tareas organizativas, como acreditó en la Semana Santa, pero también en sus escarceos sindicales y políticos.

Hombre con curiosidad natural y compromiso con el buen hacer, no dilapidó su tiempo y lo supo emplear para servir a su familia, a sus amigos y a la Iglesia a la que amaba. Católico comprometido, íntegro y pleno, hasta el último aliento, con un catolicismo humanista, de fuerte carácter pero flexible como el bambú, Guillermo Mariscal se ha ganado un lugar preferente en la Casa del Padre.

Jamás descompuso su figura pese a los golpes de la vida y supo mantener y acrecentar sus lealtades y su fidelidad a principios que jamás vulneró, y de los que sus hijos han tomado buena nota.

No por repetida ha de dejar de emplearse la expresión ‘gran pérdida’ con la muerte de Guillermo Mariscal, presidente de la Unión de Cofradías, Hermandades y Patronazgo de Semana Santa de Gran Canaria, y cofrade de la Hermandad de Nazarenos de Vegueta.

Pasamos una grata velada, inolvidable, codo con codo, en un regio caserón de Vegueta, en una cena con motivo de la visita de Vittorio Formenti, un monseñor romano miembro de la Orden de Malta. Ahora que escribo estas líneas se agolpan en mi cabeza momentos de aquella noche, una delicia junto a Guillermo y su esposa Victoria.

Nos queda aún fresco el recuerdo de su buen hacer en la última Semana Santa celebrada con solemnidad y participación pública, la de 2019, que pregonó Antonio Cacereño, director de LA PROVINCIA, y en la que Guillermo Mariscal ejerció su función con plena entrega y ejemplaridad. Como siempre.

Se empeñó en el arte de vivir atendiendo a lo de fuera, en especial a la familia, y sin descuidar lo de dentro. Hombre de gran valía, sereno y cordial, luchó por la vida con un coraje inconmensurable, pero la enfermedad ha sido implacable. Se fue casi sin avisar, aunque bien pertrechado y preparado para la gloria eterna.

Cuando regrese la normalidad y se pueda celebrar la Semana Santa en las calles con toda solemnidad echaremos de menos a Guillermo Mariscal.

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