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Joaquín Rábago

Papel vegetal

Joaquín Rábago

Justos por pecadores

Escuchaba uno el otro día desde Berlín en una cadenas radiofónicas de nuestro país las noticias sobre las fiestas privadas organizadas por algunos energúmenos en Madrid y otras ciudades españolas saltándose las prohibiciones decretadas por las autoridades en un intento casi desesperado de controlar la actual pandemia.

Parecen acontecimientos inevitables en una sociedad cada vez más egoísta, impaciente, dada al hedonismo e incapaz del mínimo sacrificio, sobre todo por parte de una generación que por fortuna, pero también por ignorancia, no sabe lo que es una dictadura como la que aquí padecimos quienes hace tiempo que superamos “il mezzo del cammin di nostra vita”, como escribió el Dante al comienzo de su Divina Comedia.

Leía al mismo tiempo en la edición digital de varios periódicos informaciones alarmantes sobre la elevada mortandad que el Covid-19 está provocando entre los ancianos, sobre todo los que viven en unas residencias demasiado abandonadas y convertidas en otros tantos focos de infección.

No ocurre por supuesto sólo en nuestro país, que al menos en esto España no es diferente de otros, y parece como si los Estados se estuviesen así librando de toda una generación a la que hay que seguir pagando las pensiones por el trabajo desarrollado durante toda una vida y que sólo genera ahora gastos médicos.

Camino del aeropuerto de Barajas para volar desde allí a la capital alemana, pasamos por pueblos y pequeñas ciudades tanto de Andalucía como de Extremadura, una región de paisajes realmente maravillosos, en las que uno veía pasear a gente de todas las edades con la mascarilla tapándoles nariz y boca.

Los veía a veces caminar así por calles desiertas o incluso por el campo como si el mismo aire pudiese estar contaminado, y uno se preguntaba si era por obediencia a la autoridad, por miedo al virus o a una posible multa en el caso de ser descubiertos. Hasta hay quien viajaba solo en su vehículo particular y, sin embargo, enmascarado.

En una de las localidades por donde pasamos, Guadalupe, uno de los trabajadores de su espectacular monasterio, nos contó cómo estaban cansados de ver en la plaza donde está la fuente en la que fueron bautizados dos indios que Colón trajo de América en uno de sus viajes al mismo grupo de jóvenes que sólo se ponía las mascarillas cuando se acercaba algún agente de la policía local para quitársela otra vez en cuanto desaparecía.

Uno puede tener cierta comprensión hacia los jóvenes –todos lo hemos sido alguna vez-, que no parecen conscientes del daño que pueden hacer a los demás, sobre todo a sus mayores, de los que muchos de ellos dependen económicamente, con su comportamiento irresponsable.

Pero cuando se obliga a cerrar restaurantes con la consecuencia de la pérdida de empleo de tantas personas y cuando vemos al mismo tiempo crecer exponencialmente en todas partes los contagios, acaba la empatía que pueda uno sentir.

Con el grado de cumplimiento que uno ve en todas partes por parte de gentes de todas las edades, resulta indignante que unos cuantos desaprensivos sigan celebrando fiestas privadas en las que corre el alcohol y nadie lleva mascarillas.

Por fortuna ya no existen picotas en las que exponer al reo a la pública vergüenza como en la Edad Media, pero sí deberían imponerse multas elevadas a esos irresponsables o en su defecto obligarles a realizar trabajos en beneficio de la comunidad. ¡No pueden seguir pagando siempre, como hasta ahora, justos por pecadores!

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