Tomo café y en la mesa más cercana dos hombres discuten, mejor, discrepan. Es evidente que uno tiene más poderío que otro. Poco a poco suben el tono de sus voces y me entero de parte de la conversación. Pongo más atención porque escucho algo que me suena mal. Uno es el jefe de una cadena de bazares implantada en todas las islas, de eso alardea, y el otro uno de sus empleados. El jefecillo está enfadado. Resulta que de uno de sus bazares ha desaparecido una importante cantidad de dinero y quiere denunciarlo pero no se atreve. Tiene una relación especial con el ladrón por razones que tiene que ver con tapaderas de vida loca, muchas movidas juntos, sospecho.

Me lo temía. Con quien comparte mesa es el autor del robo, una realidad que le lanza a la cara sin tapujos, al tiempo que enfadado lo agarra por el antebrazo:

“Voy a denunciar. Mira, escucha, cuando te llamen a declarar tienes que decir que el ladrón del robo es X y que se joda. Me debes muchos favores”. El otro se vino abajo y le da las gracias por tanta ayuda a lo largo de los años pero “coño, denunciar a un inocente es muy fuerte…” Minutos más tarde los dos dejaron la terraza y en el camino el jefe rompió la denuncia que tenía preparada contra su fiel empleado. Ya tenía un falso culpable que cargó con el muerto. “Chacho, que tiene tres hijos, le vas a buscar la ruina…”. Daba igual. Al jefe desalmado le importó poco ese argumento. Despedido.

Así de inmoral es el fulano. Un simplón que cree que con cuatro euros, intimidando, quitándose y poniendo la chaqueta oculta el hortera que es. Tres días de indagaciones me han servido para saber mucho del tipejo.

A ver si localizo al despedido y le cuento la verdad.