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Matías Vallés

Al azar

Matías Vallés

El padre de ‘el hijo del chófer’

El pragmático idioma anglosajón sugiere el término unputdownable para los libros de lectura imposible de interrumpir o put down. Corran por tanto a leer sin pausas El hijo del chófer, la ejecución literaria a sangre fría de Alfons Quintà, fundador de TV3 y periodista empleado en casi todos los medios catalanes. Su vida acaba matando a su pareja antes de suicidarse, pero su biógrafo Jordi Amat asume la valentía de proceder a la destrucción de “ese hombre maligno” sin acentuar el desenlace del asesinato machista.

Tanto hablar del oasis catalán y han tenido que ser dos Jordis, Amat y Gràcia, quienes arrancaran a la cultura española del régimen de los compinches garbanceros. Aportando nombres y apellidos, frente al desistimiento de los autores ceñudos que no se atreven a identificar a los personajes de sus pálidas imitaciones de Bernhard. Véase Tercer acto de Félix de Azúa, convenientemente desarmado por Jordi Gràcia y que necesita para venderse de una cita de Agustín Fernández Mallo. Un menú de Nocilla con Hegel, menuda humillación para el catedrático.

De regreso a El hijo del chófer, su autor ha llevado a extremos nunca imaginados la biografía contemporánea en castellano, con permiso de El vendedor de silencio del mexicano Enrique Serna con el que guarda una apreciable familiaridad. Sorprende por tanto que el editor se refugie bajo el epígrafe novelesco, un mecanismo ignífugo contra querellas, cuando cualquier parecido entre este libro y la ficción es pura coincidencia. Sin embargo, el asesinato del personaje del asesino tiene un lado oscuro, allí donde Amat ambiciona “descubrir disfunciones de nuestro país”.

Quintà viene retratado como un depredador o un parásito, el hombre que corrompió a una comunidad de Mark Twain. Bajo esta perspectiva, El hijo del chófer modifica la percepción de la historia de España, pero algún lector podría reclamar un mayor énfasis en que Cataluña aportaba la tierra promisoria y el caldo de cultivo idóneos para que medraran Quintà o su protector Lluís Prenafeta. De lo contrario, pueden aflorar simpatías hacia el trabajo periodístico del asesino, cuando en sus años finales denunciaba que no hubo “juicio de Banca Catalana” porque “en el debate público predominó la invocación del nombre de Cataluña”.

Así se llega al meollo del libro y de la biografía de Quintà, su bombardeo primero de la Banca Catalana de los Pujol para colocarse después al servicio de Jordi Pujol en TV3. Esta fluidez se presenta como una traición mayúscula, tal vez por tratarse de un comportamiento inusual en el muy ético gremio periodístico. Por ejemplo, El hijo del chófer se publica en una de esas editoriales catalanas tan independientes que acabaron absorbidas por el gigante Planeta. Es notorio que en el ámbito periodístico, el grupo apadrina La Razón y La Sexta, un ejemplo de coherencia ideológica. Atacar desde esa plataforma a un periodista que acabó comiendo de la mano de su enemigo induce a cierta estupefacción. Para casos similares, los anglosajones conocen la expresión full disclosure.

De hecho, El hijo del chófer es clasista desde su mismo título. Alude al humilde oficio desempeñado por el padre de Quintà a las órdenes de Josep Pla. Se dirá que se le asigna al protagonista como constatación, pero es en realidad una definición. Un niño con gorra de plato no merece triunfar en el excelso panorama del periodismo catalán, otra curiosa declaración de principios cuando se recuerdan sin ir más lejos los orígenes y la prodigiosa escalada de Los Lara, retratados por el gran reportero Josep Martí Gómez.

El perverso Quintà no es periodísticamente inatacable, pero tampoco singular. Dirigió TV3, el pujolista El Observador y la delegación catalana de El País. Su biógrafo le asigna atropellos inadmisibles y otros irrisorios en el desempeño de sus cargos. El problema es que costaría encontrar a directores de grandes medios del siglo XX que cumplan con el intachable patrón de conducta que se le exige al fundador de la televisión autonómica catalana. En resumen, que no pegaran patadas a las papeleras. Los periodistas se quitan el sombrero, selectiva o colectivamente, ante Ben Bradlee, Indro Montanelli, Jean Daniel, Pedro Jota Ramírez, Juan Luis Cebrián, Tina Brown, Piers Morgan, Andrew Neil, Anna Wintour, Roger Ailes o Rebekah Brooks. De todos ellos se han escritos voluminosas biografías atacando sus métodos al borde de criminalizarlos, y agrandando de paso su leyenda. Se podrá acusar a Quintà de no haber alcanzado la excelencia de sus colegas, pero no de haber incumplido el clisé de Walter Matthau en Primera plana.

El hijo del chófer se quejaba continuamente de que cobraba poco, dilapidaba sin tasa o incluso comía del plato ajeno, emparejado en este último vicio con Gérard Depardieu o Roy Cohn, el abogado de Trump. La delectación en estos crímenes, se supone que menores, no debería empañar la creación con TV3 de uno de los medios de más éxito de la España reciente. Antes de que llegue la teleserie con Luis Tosar en el papel de Quintà, ocurre con la vida previa de este asesino machista lo mismo que con los exposés del antiCamelot del mismo Trump. El lector concluye su similitud con Administraciones previas igual de disfuncionales. En fin, hay que leer con fruición a Amat y a Gràcia, para discrepar a lo grande con su coronación de las altas metas que se han impuesto.

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