La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Cruz Ruiz

Cuánto nos echamos de menos

El 6 de marzo de este año me aconsejaron que me recogiera en casa, y aquí estuve hasta el 26 de junio. Al fin salí entonces, como si abraza el aire. En ese regreso a la intemperie tuve algunas sensaciones que ya conocía, porque la naturaleza me dio a conocer, desde niño, los efectos de la enfermedad. Los asmáticos de mi generación (nací en 1948, junto a un barranco que arrancaba humedad de las plataneras y de los torrentes) no sólo éramos enfermos crónicos sino que a veces éramos enfermos graves, y por eso nos sometían a largos periodos de confinamiento, para combatir los ataques y también para mitigar el miedo de las familias a las recaídas.

De modo que en esta recaída moderna en el encierro no sentí el aislamiento como un problema que no conociera de antiguo. Como me dedico, sobre todo, a la escritura, y los modos modernos de la información y el contacto están bastante bien resueltos por la tecnología, pude aplicarme con bastante facilidad a este oficio, que es el de contarle a la gente lo que le pasa a la gente. Busqué, entre las cosas que se podían hacer desde casa, aquellas que resultaran menos ensimismadas, así que he hecho entrevistas y crónicas (en este periódico, cada domingo). Aparte de ello, procuré ser útil en casa y también útil a los amigos o conocidos que requirieran de mi ayuda de cualquier tipo. Como desde siempre guardo, antes en papel y ahora por cualquier medio, los contactos que voy teniendo, muchos amigos me usan de guía de teléfono, y la verdad es que jamás niego un conocimiento, si lo tengo a mano. Así pues, me sentí disponible y en ningún momento me sentí alejado de los demás, amigos o conocidos, como queda dicho.

La última vez que almorcé con alguien, antes de aquel encierro que empezó el 6 de marzo, fue con don Emilio Lledó, que fue mi profesor en la Universidad de La Laguna y es hasta hoy un maestro de muchos de nosotros. Recuerdo perfectamente ese mediodía. Era una jornada desapacible, marcada por un viento sin gracia ni destino, como un remolino pesado. Comimos en una pizzería cerca de la casa del maestro; él estaba encantado con lo que nos sirvieron, y en medio del fulgor de la amistad de vernos (que no es la amistad, simplemente, de llamarnos) hicimos proyectos de verbos más, de abordar juntos proyectos que íbamos a abordar juntos para aprovechar la energía de seguir felices caminando juntos, después de tantos años comunes. Nos despedimos en la calle, para seguir viéndonos, y él se adentró en el pasillo de entrada de su casa y nosotros tomamos un taxi hacia un aparcamiento.

A esa hora de la tarde ya estaba el día más turbio, un viernes cualquiera de la frontera entre la primavera y la nada que suele ser marca de los inmediatos temporales. La taxista que nos llevó era una mujer expeditiva, o quizá era yo mismo el que no me sentía cómodo con su carácter, y abandoné el coche antes de tiempo. De inmediato coincidí con ella comprando fruta en mi propio trayecto a pie. Como algo no le gustó de la fruta la taxista abroncó al hombre de la frutería, y eso perjudicó mi ánimo, pues desde chico odio que la gente se pelee en público (o en privado). Al regresar de esas horas en las que lo mejor fue estar con don Emilio y la perspectiva de que iba a seguir siendo viernes por la tarde hallé que el adminículo más imprescindible de los que uso, las gafas de leer, debieron quedarse en aquel taxi de la joven conductora tan incordia.

Busqué, pues, el número del móvil de la conductora. No fue una tarea sencilla, pero al fin logré que ella misma me llamara. Con una solicitud emocionante se acercó a mi casa, que está lejos de donde ella nos había dejado en primera instancia, y además no cobró este resto de la carrera. Gracias a esas gafas, por cierto, seguí trabajando durante ese confinamiento que yo no sabía que se iba a producir al día siguiente. La taxista, por cierto, fue luego nuestra amiga, nos trajo de la calle lo que necesitáramos…, hasta que ella misma sufrió contagio y ya no pudo seguir ejerciendo su tarea. Esa tarde en que recuperé las gafas recibí una llamada desde la dirección donde trabajo. Ya la tarde era más gris y aún más desagradable, pues arreció la ventolera, llena de malos presagios. Lo que me decían desde mi lugar de trabajo era que no me moviera de casa, que no hiciera un proyectado viaje a Barcelona, y que prosiguiera confinado aunque me aconsejaran lo contrario, pues, además, yo era “población de riesgo”. No sentí miedo, sino curiosidad, y aunque la situación estaba llena de horribles presentimientos para la población mundial, sentí que aquello no sería tan grave como para no sobrevivir. Lo que pasó luego fue mucho más dramático, como se sabe, y aun dura. Poco a poco fui sintiendo que, aparte de los asuntos imperiosos de la salud, lo peor era la soledad, la sensación sin misericordia de no poder ver (ver, ver de cerca, tener al lado, tocarlos, sentir que estaban) de los amigos. Nada es igual a ver a la gente, tenerlas cerca, escucharlas con la cara que tienen, con los genes que tienen, con el calor que desprenden. Dejar de ver, físicamente, a aquellos que quieres seguir teniendo cerca, ha sido, además de la circunstancia más terrible de la época, un desprendimiento cruel, continuado. Cuánto nos estamos echando de menos, cuánto echamos de menos las tardes, largas o cortas, escuchando cerca la voz o el silencio de aquellos a los que queremos tanto tener cerca. Estar cerca es estar; sabremos pronto qué daño nos ha hecho no estar cerca.

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