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Alfonso González Jerez

Acojone perimetral

La clave que explica el empeño del Gobierno autonómico en corregirse a sí mismo, practicar la contradicción como un ejercicio de fitness y lanzarse una prosa entre enigmática y basurienta en el BOC está, por supuesto, en el miedo. Al verse abocado a gestionar una pandemia –una situación insólita en el último medio siglo en Canarias como en Europa occidental– un gobierno está sometido a un dilema que ya conocemos: priorizar la salud pública sobre la actividad económica y comercial pero con la condición de evitar la ruina económica. Es puñeteramente complejo, arduo y angustioso. Las autoridades contemplan la evolución de los contagios y son advertidas de que, si las cosas siguen así, la situación escapará de cualquier control y la presión asistencial los hospitales y centros sanitarios provocará un colapso en pocas semanas. Al mismo tiempo, sin embargo, el cierre de negocios y establecimientos comerciales aboca a la desaparición a cientos de empresas y a la pérdida de miles de puestos de trabajo.

Hay genios de la lámpara –acabo de leer a uno en Twitter– que explican que el Gobierno afina, flexibiliza o dulcifica medidas avanzadas hace apenas unas horas por la tremenda presión de los lobbys, ay, el lobby feroz. Es triste decepcionar a los hijos de la conspiranoia, pero no. Los propietarios de los bares, las casas de comida, las cafeterías, los restaurantes o las dulcerías no forman ningún jodido lobby. Son microempresas: más del 85% del subsector tienen menos de cuatro empleados. No, el lobby al que teme el Gobierno se llama electorado. Cientos de pequeños comerciantes, sus empleados, sus familias, sus proveedores, sus amigos. Mira lo que nos han hecho. Por segunda vez. Y a mí no me queda un euro para aguantar. Pero mira lo que nos han hecho, joder. Y ese es el temor del Gobierno canario, de cualquier gobierno democrático, en una situación como esta: no quiere que se pierda una vida y al mismo tiempo le acojona que se les abra una herida de votos. Así que retroceden, no en las limitaciones a la restauración, sino en otros aspectos compensatorios, como las reuniones familiares o la entrada de no residentes, y con las prisas entran corriendo en un jardín de estupideces muy difícilmente defendibles, un caos normativo que enerva todavía más los ánimos de los ciudadanos. En apenas tres días es apreciable cierto cambio en la atmósfera política de Tenerife. Lo del presidente Ángel Víctor Torres y su equipo es un acojone perimetral.

Hemos dispuesto de seis meses cumplidos, más de medio año, para prepararnos para un retroceso grave en el combate contra el coronavirus. Primero se produjo una relajación estúpida de la población, después se evaporó el protocolo de las fases mientras grupos de irresponsables vulneraban las reglas sanitarias durante semanas ante la somnolencia policial, más tarde, tanto como la pasada semana, el consejero de Sanidad, Blas Trujillo, aseguró que la opción del confinamiento estaba “muy lejos”, ayer el presidente Torres apuntó que estaba “muy cerca”. Pues bueno. Casi la tenemos encima, aunque con un puñado de nuevas normas mal planteadas y peor explicadas, y sin haber reservado un compromiso financiero extraordinario –50, 60, 80 millones de euros– y organizado la información necesaria para ingresar ayudas directas a los pequeños y medianos comerciantes. Torres dice que esperará a lo que haga Madrid para plantear y en su caso desarrollar en Canarias “medidas complementaria”. Tal vez sería más prudente hacerlo al revés. El presidente puede esperar cortésmente lo que decida un Consejo de Ministros, si es que decide algo en breve al respecto. Los pequeños comerciantes, no.

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