La Provincia - Diario de Las Palmas

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PUNTO DE VISTA

Derechos con formas

Gritaban a voces y no sabíamos por qué. Gritaban por un walkie-talkie que reverberaba en todo el edificio. Su mensaje recordaba al de un supermercado. Como esos que hemos escuchado mil veces de señorita tal o señor cual diríjase a la caja x. Pero con voz más bronca que por momentos tornaba más exigente, más de cuartel, con perdón, que de súper. Rosaura (el nombre era más común pero lo cambio por respeto) no se daba por enterada. Llamaban a Rosaura a voces y todos buscábamos a la susodicha reclamando con la mirada que se dirigiera a la sala uno, desde la que estaba siendo interpelada. “Rosaura, por favor, baja a la sala uno”, “Rosaura, baja a la sala uno”, “Rosaura, ven a la sala uno, de una vez”, “Rosaura haz el favor de bajar a la sala uno ya mismo”. Y parece que bajó.

Seguro que acudió a la llamada, porque inmediatamente después del último requerimiento quienes estábamos en la primera planta del Museo Sorolla en Madrid, visitando la exposición Sorolla. Femenino plural fuimos conminados a abandonar el edificio, con la misma urgencia que durante un simulacro de incendio. Con peores maneras que las llamadas al orden a la funcionaria que protestaba, y también la oíamos, porque aún tenía visitantes a los que vigilar. Eran las seis de la tarde, y el museo cerraba a las ocho, lo que se me ocurrió recordar a la funcionaria que nos obligaba a salir. Y reconozco que sentí incluso algo de miedo cuando me contestó que cerraban porque se ponían en huelga. La imaginé persiguiéndome por las antiguas habitaciones de la familia como se persigue a un ladrón pillado in fraganti y claro que bajé las escaleras. Volví a protestar y a recordar el horario y a recomendar que para próximas convocatorias avisarán en recepción o en la entrada al museo porque no habíamos tenido tiempo suficiente para disfrutar de la exposición. Y como excelsa respuesta recibí un “el museo es gratis”. ¡Como si los que estábamos allí no pagásemos impuestos! El colmo fue que saliendo ya, juraría que la última no por rezagada sino porque me gusta discutir las cosas que no entiendo, quise hacerlo rodeando una mesa redonda por la derecha y me obligaron a hacerlo por la izquierda. Obedecí. Intenté desobedecer pero como respuesta recibí un gesto y una mirada que jamas en la vida había experimentado, seguramente porque fui una niña traviesa pero buena, y que identifiqué con las malas carceleras o con las perversas amas de llaves de los internados de las películas. Pero de miedo.

No seré yo quien ponga en duda los problemas de estas funcionarias o de los de otros museos pertenecientes al Estado. De mil amores intentaría solucionárselos si estuviera a mi alcance. Tampoco seré yo quien ponga en cuestión la huelga, un derecho de los trabajadores. Después recordé que llevan en esta batallona contra el Ministerio desde finales de octubre y que amenazan seguir con estos paros intermitentes hasta mediado enero. No, tampoco quitaré ni pondré razón a sus reivindicaciones con respecto a convenios y escalafones funcionariales. No soy quien. Ahora bien, como ciudadana que paga impuestos, amante de la cultura, de los museos, de la pintura, de la historia de la moda, que de eso hay mucho en la casa que fue hogar de los Sorolla, de la mujer y su presencia en la cultura y en la vida cotidiana, que de eso va la exposición que pretendía visitar, sí soy quien para hacer una serie de recomendaciones, que se resumen en una: respeto. Los derechos no están reñidos ni con el respeto ni con la educación. Todo es posible, con otras maneras. Sin voces. Utilizando fórmulas tan simples como el por favor, el agradecimiento y la petición de perdón. Y si todo eso se adorna con un poco de comunicación, pues estupendamente. Porque, vamos a ver, raro es entrar en un museo para dedicarle media hora, como fue el caso, incluso aunque ya lo conozcas. Así que mejor avisar para evitarte el contratiempo.

Por cierto, qué maravilla de amor de Joaquín Sorolla por su esposa Clotilde a la que le gustaba regalar los trajes más modernos y sobre todo elegantes que compraba allí donde viajaba. Cuánto cariño demostrado hacia su familia. Cuánta delicadeza en cada pincelada, incluso para retratar a las mujeres en sus trabajos cotidianos. Cuánto respeto por las mujeres. Cuánta luz. Cuánto contraste con la rudeza inmerecida de aquellas funcionarias, no de contracultura, sino contra la cultura.

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