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Alfonso González Jerez

RETIRO LO ESCRITO

Alfonso González Jerez

La indiferencia

En pandemia, como en el poema de Jaime Gil de Biedma, tal vez tengan razón los días laborales, y debió recurrirse al enclaustramiento sin excepciones durante Navidad, fin de año y Reyes. Lo interesante son las razones. ¿Por qué? La respuesta es sencilla y más preocupante de lo que parece: porque no sabemos comportarnos. Desde luego que la mayoría ciudadana cumple más o menos las normas sanitarias. Más o menos, porque suelen caer en pequeñas trampas, momentáneos engaños, diminutas desobediencias. Pero la inmensa minoría infractora no recibe ninguna censura social. Cualquiera puede descubrir a desaprensivos que, con la excusa de tomar un café, se pasan dos horas en una terraza. O al que al lado del bar o de la terraza misma apura un cigarrillo. O los que entran en un grupo de media docena en una tienda donde ya hay clientes y no admite más de cinco personas simultáneamente en el establecimiento. Durante meses y meses (ahora se ha aplicado mayor vigilancia) los adolescentes se reunían en los parques de la capital sin ningún problema y rulaban la priva y los petas. Ocurre una y otra vez, al igual que se incumple una y otra vez la distancia de seguridad, en la calle, en los bares, en el transporte público. Es un asombroso ejercicio de fingimiento colectivo. Porque nadie le llama la atención a nadie. Nadie reclama solidaridad.

Eso es muy tinerfeño. No es que nuestras ciudades (por llamarlas de algún modo) sean tan acogedoras como París o Nueva York, donde nadie se mete con lo que hagas o dejes de hacer. Aquí estamos acostumbrados, en cambio, a una indiferencia represiva en lo que nos interesa, en general, las pequeñas miserias ajenas y las biografías ridiculizadas– la pasión por los chismes y nombretes es legendaria entre chicharreros y laguneros–. Para lo que exige cierta acción o compromiso, en cambio, la indiferencia es absoluta, mineral, inamovible. El canallita que fuma en la terraza puede tener la tranquilidad de que puede consumir hasta la colilla: nadie le dirigirá ningún reproche. Cuando me ocurrió a mí en un establecimiento el fumador en cuestión, cómodamente sentado, dirigió un dedo a su oído con una sonrisa burlona, como si no pudiera escucharme. Me levanté y me acerqué también sonriendo.

- ¿Podría hacer el favor de dejar de fumar?

Acentuó su sonrisa y se señaló de nuevo la oreja derecha.

- Ah, así que además de ser un jodido tarado eres sordo.

Es así invariablemente. No cabe esperar que los camareros exijan nada al público (no lo hacen) ni que aparezca milagrosamente un coche policial (no aparecen jamás). Los ciudadanos han depositado absolutamente el control de sus propias vidas y la defensa de su salud en fuerzas policiales generalmente invisibles y en políticos carente de valor cívico: les aterra cabrear a sus votantes. Así que nos dicen que Tenerife está muy lejos del confinamiento, que está a punto de ser confinada, que las cifras son preocupantes, que no hay razones para alarmarse, que debemos sentirnos alarmados, que no podremos visitar a nuestras familias en las fiestas navideñas, que podremos un poco, que podremos mucho, que más vale dejarlo, que vengan los turistas, que no vengan sin orden, que han encontrado otro orden, que están bajo control. Después del comportamiento idiota e irresponsable de miles de personas –da pavor pensar que lleguen aquí cepas con mayor capacidad de contagio antes de alcanzar una mayoría del 70% vacunados– es la retórica política, confusa, asustadiza, hipócrita y miedica la principal responsable de esta perfomance mortífera entre el Decamerón y Cho Pacheco el de La Esperanza.

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