La Provincia - Diario de Las Palmas

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Ya es tradición expectorar sandeces sobre el tradicional mensaje de Nochebuena del Jefe del Estado español. Desde que la Corona comenzó a sufrir su particular crisis – que el propio Juan Carlos I intentó atajar con una abdicación en la que ni pensaba apenas un año antes – los discursos navideños son escrutados como si se trataran de discursos políticos pronunciados en las Cortes. Es como pedir – permítasenos el ejemplo local – locuacidad inteligente a Pablo Rodríguez o una simpatía no sectaria a Iñaki Lavandera. Para ser más preciso es exigir contenido político a un discurso que está obligado a sortear cualquier contenido político específico, incluida la propia institución monárquica. Una de las idioteces más repetidas es en la que insistió ayer el portavoz del PNV, Aitor Esteban, gorjeando que el rey solo había dicho generalidades y frases vacías. Eso es, exactamente, lo que debe decir el monarca en esta circunstancia: expresar palabras de ánimo, concordia y buena voluntad.

Si se quiere una valoración comparativa, puede escucharse el mensaje navideño de la reina de Gran Bretaña e Irlanda del Norte (cinco minutos) con frases tan brillantes y comprometidas como esta: “Sorprendentemente un año que necesariamente ha mantenido a las personas separadas nos ha acercado de muchas maneras”. Isabel II, como es obvio, no se ha pronunciado sobre el acuerdo final que sella el Brexit – probablemente el cambio más radical que vivirá el país desde la posguerra mundial – pero es que ningún británico es tan estúpido, torpe o mezquino como para esperar tal cosa. Reprochar a la monarquía parlamentaria de un Estado democrático que no se pronuncie sobre asuntos políticos –coyunturales y estratégicos- demuestra ser un lerdo o actuar de mala fe, y más habitualmente, las dos cosas a la vez. La misión central de las intervenciones públicas de los reyes es el reconocimiento de la difusión de los valores constitucionales como garantía de una sociedad más libre y más justa y de una convivencia pacífica. Y no es sustancialmente diferente en los casos de los jefes de Estado de las repúblicas no presidencialistas. Para los interesados no viene mal repasar los discursos como presidente de la República de Manuel Azaña, donde el político más admirable de la historia contemporánea española se abstiene – por supuesto – de análisis y juicios políticos para intentar proyectar los mismos valores – libertad, pluralismo, división de poderes, derechos y deberes – en la esfera política y practicar una pedagogía republicana para construir una nueva ciudadanía.

En realidad la mayoría de los dirigentes políticos saben perfectamente que el discurso navideño del rey no es un ejercicio de su puño y letra, sino un texto que supervisa y autoriza de facto el Gobierno, que en muchos casos interviene en el mismo. Se suele filtrar poquísimo, pero en este aciago año se ha publicado –sin ningún desmentido oficial – que la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo ha estado encargada de la misión. Desde el Ejecutivo se recomendó a la Casa Real “prudencia”. La Casa Real cumplió. Han sido ambas instituciones las que decidieron que no se mencionase expresamente a Juan Carlos I. Pero es que, además, ¿es el mensaje navideño el momento y el formato más adecuado para un análisis sobre la monarquía y la situación del rey emérito? Los que ahora se muestran cínicamente decepcionados, ¿no se apresurarían a expresar su irritación por semejante banalización? Al menos Podemos podría callarse. Forma parte del mismo gobierno que, como todos los anteriores, conoció previamente y suscribió después el discurso de Felipe VI. Menos mal que esto solo ocurre una vez al año. Si fuera cada trimestre uno terminaría siendo carlista.

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