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Matías Vallés

El mejor liberal

El mejor liberal

Pedro Pablo Marrero es la persona más generosa que he conocido. Y sobre todo, la persona que más disfrutaba siendo generosa. En contra de la evolución habitual hacia el ensimismamiento con los años, había consolidado de adulto la curiosidad del niño. Siempre inquieto, también compartía con la edad temprana esa incapacidad de concentrarse más de cinco minutos en el mismo juguete. Solo presumía de su indiscutible buen gusto, poseía sobre todo un talento social inigualable. He sido espectador boquiabierto de que no había acuerdo fuera de su alcance. Su sola presencia en una negociación disolvía las posturas irreconciliables. Con este abogado en el centro, desaparecían las animadversiones prejuiciadas, nadie se consideraba su enemigo tras haber departido con él.

Sostiene Indro Montanelli que un periodista impecable debería ser huérfano, hijo único, soltero y sin descendencia. Graham Greene añadía que quien establece una relación está perdido, porque se ha contagiado del “germen de la corrupción”. En un formato manejable para un ser humano, un periodista solo puede tener por amigo a quien no le influya o reproche. He gozado de esta fortuna con muy pocas personas. Desde luego con Andrés Ferret, o con Carlos Fuentes, y de forma también superlativa con Pedro Pablo Marrero. Sería el perfecto liberal, salvo que el liberalismo no admite las exaltaciones acríticas. Ha sido solo el mejor liberal.

Y conste que, de haber residido en su orilla, nunca me hubiera relacionado con gente como yo. Está claro que critiqué con mayor rabia al golf, ese entretenimiento que puede disputarse sentado, porque Marrero presidía casi eternamente la Federación Balear de una materia que también se puede practicar fumando. Se indignaban los gerifaltes de los clubes pero el presidente ni rechistaba, aparte de enumerarme las presiones tramposas de Adolfo Suárez para que le bajaran artificialmente el hándicap de sus muy mejorables prestaciones golfistas.

Ahora que los acuerdos han adquirido dimensiones míticas por inalcanzables, la muerte de Pedro Pablo Marrero nos devuelve la evidencia de que el pacto es una cuestión personal. Lo fundamental en una negociación es que ambas partes se sientan ganadoras. La confluencia de carácter y voluntad no solo explica que hoy cueste encontrar a personas con ese don, sino que parezca inimaginable la existencia del abogado que sabía escuchar y sonreír. Pienso que su secreto era dedicarle a su interlocutor una atención completa, ya fuera tan interesante como un camarero o tan ridículo como Diana de Francia, su clienta.

Antitéticos, diametralmente opuestos, hemos corrido sin embargo cientos de kilómetros juntos, con tan limitada pasión atlética que parloteábamos mientras trotábamos por el golf de Son Vida. Existe el riesgo de confundir a Marrero con el mallorquín acobardado, que pretende vencer dando la razón. Pero en uno de esos paseos por el green o como se diga, me tragué el resuello para comentarle:

- Menuda mansión.

A lo que me respondió con un oracular:

- Muchos de los propietarios

de estas casas se cambiarían con gusto con tu situación económica.

Por sus dotes, era el abogado ideal para la emperatriz Soraya y para Claudia Schiffer, aunque Pedro Pablo Marrero ya sabe que aquí voy a añadir que conocí a la megamaniquí antes que él. De nuevo, nadie debería asociar la confianza que generaba a un carácter acomodaticio. Es muy improbable que su elegancia recibiera como respuesta una dentellada, pero una noche cenábamos a la misma mesa con los tres hombres más ricos de México. Sus comentarios groseros corrían a la par de sus fortunas. En mi caso, aguantaba sin rechistar escarbando una cita de Montanelli o de Greene capaz de exculparme, pero Marrero se mostró más expeditivo:

- Nos vamos, estoy harto de aguantar a mamones.

No sé si mamón se entiende en mexicano, pero aquel desplante de Marrero estuvo a punto de ocasionar un conflicto diplomático.

Todos los amigos de Marrero han vivido la experiencia de llegar a un lugar y observar como los empleados y directivos competían por agasajarle. No les movía la profesionalidad forzosa que siempre parece forzada, se desvivían ante la cercanía sincera precisamente porque estaban acostumbrados a la amabilidad prefabricada de otros clientes. En lo personal, Pedro Pablo Marrero me ha sacado de más de una situación comprometida, y siempre se preocupó de que no me enterara. A eso lo llamaban el espíritu de la transición, en carne y hueso.

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