La Provincia - Diario de Las Palmas

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Juan Francisco Martín del Castillo

Residual

Una nueva noticia en torno a la ley Celaá ha traído inquietud y desazón a la sociedad, en general, y al gremio filosófico, en particular. Del cuerpo legislativo, a pocas semanas de aparecer en el BOE, se desprende que la asignatura moral, la Ética de toda la vida, pese a las diferentes nominaciones que ha recibido en los últimos años, toca a su fin. Y esto, aparte de constituir un serio hándicap para el profesorado de los Departamentos de Filosofía, que ven mermar así su carga horaria, es la viva constatación de que para el actual gobierno de España el aprendizaje de los valores fundamentales de la persona y la convivencia no es relevante en absoluto; es que ni siquiera merece la atención pedagógica suficiente como para materializarla en un programa curricular. En el fondo, tanto como en la superficie, la propuesta de la izquierda, como ya he avisado con anterioridad aquí y en otros medios, se centra en la eliminación del sentido ético de la existencia, en la misma supresión del capítulo de conciencia, improcedente desde el mismo momento en que se asume el optimismo social (buenismo) de esta ideología. Al certificar la bondad natural del hombre, resulta innecesaria la enseñanza moral. En todo caso, la maldad, si existiese, según este criterio, sería un problema de índole social, algo provocado por el roce de lo humano y, como tal, pertenece de suyo al ámbito de la política. Este es el concepto que defiende el progresismo y sus variantes ideológicas sobre la moral y que, en cierta forma, nos recuerda y advierte de que no existen los problemas individuales, los propios de la persona, sino los que afectan al colectivo. Por ello, es coherente la desaparición de la Ética de los programas escolares y su definitiva eliminación como materia docente. Sin embargo, el problema surge cuando se margina el hecho de que en las escuelas hay muchas realidades, muchas y legítimas formas de pensar, tantas como mentalidades de padres, profesores y aun alumnos, y que, de este modo, se encuentran ante un inesperado vacío legal. Quiero decir que el sectarismo ideológico del equipo de Celaá y, por extensión, del gobierno de coalición que lo sustenta es tan poderoso que ha orillado que una ley, en este caso la educativa, debe serlo de todos, y no sólo de una parcialidad. Hay que legislar para el colectivo social, eso es evidente, pero sin olvidar a los que no piensan como nosotros y, por encima de todo, respetar la libertad de conciencia de cada cual. No digo nada que no aparezca en la Constitución Española, en concreto, en el Título Primero, el que define y ampara nuestros derechos. Aparte de esto, la desaparición de la Ética, como asignatura a cursar, es el punto culminante de la proyección ideológica del izquierdismo en la esfera educativa. Como cantara Kavafis en uno de sus celebrados poemas: “Cuando los bárbaros lleguen darán la ley”, y así será, pero a través de las actividades extracurriculares preferentemente, porque estos artefactos doctrinarios son perfectos para trasladar al alumnado el ideario que persigue el izquierdismo en orden a reforzar la visión colectiva en los menores. Si se mira con la debida distancia, es una forma, en principio sibilina, para desplazar la libertad de cátedra, innegociable atributo de la docencia, para reemplazarla por el credo progresista sin que casi nadie caiga en su cuenta. Con este nuevo giro de tuerca, la izquierda ya no oculta sus intereses y, todavía menos, el propósito que guía su acción en el medio educativo. No sólo se trata de forjar voluntades, sino también de formar en un determinado espíritu nacional, el que les gusta exhibir a los ideólogos de esta tendencia. Curiosa maniobra que lleva al mismo punto que el progresismo histórico denunciaba al comienzo de la Transición, el que las escuelas franquistas querían que las juventudes fueran adoctrinadas en los principios del movimiento. Si las cosas siguen como hasta ahora, habrá que alzar la voz para proceder a señalar el abuso tendencioso de esta postura doctrinal. Lo peor es que, por la ausencia de una asignatura de conciencia moral, la opinión crítica se volverá cada vez más residual en los centros escolares. Quizás, sea esa la meta a alcanzar y la ley Celaá un paso más en esa dirección.

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