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Jordi Sevilla

Observatorio

Jordi Sevilla

2020, el reverso oscuro

Dice el cantante valenciano Raimon, en una de sus canciones: “quan creus que ja s´acaba/torna a començar” (cuando crees que ya se acaban, vuelve a empezar). Se refería a la impotencia generada por esa “larga noche” que fue la dictadura franquista, pero ahora podríamos utilizar esa metáfora para la pandemia que, cuando crees que la vacuna ya va a acabar con ella, viene una tercera ola o una mutación del virus y amenaza con volver a empezar, sembrando una incertidumbre que se proyecta sobre nuestras vidas y sobre nuestras economías.

2020 ha sido, sin duda, el año de la Covid. En plena revolución de la inteligencia artificial y de las máquinas que hablan con otras máquinas para tomar decisiones según programas que aprenden solos, ha sido un virus lo más disruptivo. Un virus que ha causado una pandemia que ya se acerca a los tres millones de muertes en todo el mundo. Un virus al que hemos combatido a la vieja usanza, distancia, mascarillas y lavarse las manos, al menos hasta que hemos mostrado nuestra capacidad como especie al construir, en tiempo récord, una vacuna.

Los aprendizajes

La pandemia nos ha ofrecido, al menos, cinco aprendizajes: la fundada sospecha de que el virus ha “saltado” de algún animal a los humanos nos hace reflexionar sobre lo destructivo de nuestra relación con una naturaleza, que se rebela no solo mediante el calentamiento global.

Hemos visto, igualmente, que las diferencias en renta y riqueza también se han notado en la expansión y efectos de la pandemia. También hemos visto lo que muchos negaban: la sociedad existe y hay efectos externos interrelacionados que hacen que el todo sea más (y diferente) que la suma de sus partes. La pandemia nos ha permitido ver, también, los peligros que encierra el populismo, sobre todo, cuando viene unido a movimientos negacionistas e irracionales.

Por último, es evidente que, al final, será la ciencia, con todo lo que comporta de racionalidad, quien nos ayude, como siempre, frente al virus. En todo caso, llevamos todo el año haciendo frente a un gran dilema moral entre salud y economía que la canciller Angela Merkel planteó así: ¿cuántos muertos estamos dispuestos a aceptar a cambio de “salvar” la economía?

Las medidas sanitarias adoptadas para hacer frente a la pandemia se han traducido en la mayor crisis económica y social desde hace siete décadas. En el mundo y en España. Una crisis atípica ya que el confinamiento y las restricciones de movimiento han provocado una retracción brusca, profunda, duradera y simultánea, tanto de la oferta, como de la demanda.

La reacción

Nadie estaba preparado para algo así, ni las soluciones de manual para estimular la oferta (bajada de impuestos) o alimentar la demanda agregada (subidas salariales) son adecuadas ante esta nueva realidad donde los negocios cierran o abren parcialmente según las restricciones sanitarias impuestas por orden gubernamental. Era necesario abordar políticas públicas para facilitar liquidez y de sustitución de rentas dirigidas tanto a trabajadores como a empresarios. Así, todos los países adoptaron similares medidas: ayudas directas a trabajadores (ERTES) y autónomos, a la vez que préstamos avalados por el Estado, aplazamiento de impuestos y un reforzamiento de las políticas contra la pobreza que creció con fuerza (las colas del hambre). Conforme la crisis se prolongaba, aparecieron también las ayudas directas a empresas y sectores (turismo, hostelería, automoción€).

En suma, una fuerte inyección de dinero público, que ha sido posible por los cambios producidos en los criterios sobre los déficits y deuda pública (la UE ha suspendido las reglas presupuestarias) así como en la política monetaria ante la ausencia de inflación. Entre el BCE (más de un billón de euros hasta junio del 21 para compras de deuda pública y privada) y el Marco Financiero de la UE (1,7 billones hasta 2027, incluyendo los fondos de Next Generation UE), el mensaje de Bruselas, reforzado desde el FMI, ha estado más cerca del “barra libre” que de la austeridad impuesta por los acreedores de la crisis anterior. Por eso no estamos teniendo problemas con las primas de riesgo (¿se acuerdan?), a pesar del tremendo aumento experimentado por la deuda pública en todos los países.

No es difícil colegir que si la crisis ha sido consecuencia de medidas sanitarias que limitan la movilidad de las personas, aquellos países, como España, cuya economía es mucho más dependiente de estos sectores (turismo, hostelería, transporte etc.) hayan sufrido con mayor profundidad la caída de sus PIB. Si además nuestro apoyo público ha sido menor en términos relativos, necesitaremos más tiempo para superar el bache, suponiendo que la vacuna funcione. Así, hasta 2023 será difícil que recuperemos los niveles de renta, riqueza y empleo anteriores a la pandemia, aunque veamos años de fuertes tasas relativas de crecimiento.

Interés colectivo

La pandemia ha evidenciado la necesidad de los estados y de lo público para defender, precisamente, el interés colectivo; el bien común. Estados cuya utilidad depende mucho más de su legitimidad reconocida y de la equidad y eficiencia de sus actuaciones que de su tamaño, como se creía antes. El Estado, representado por sus tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) y, en nuestro caso, estructurado de forma multinivel en comunidades autónomas, no solo es el agente normativo que toma decisiones de obligado cumplimiento, como un confinamiento, sino que es el encargado de estabilizar el ciclo económico y de proveer bienes públicos necesarios para garantizar la cohesión social necesaria que permita una convivencia democrática entre diferentes.

Debilitar el estado, favoreciendo ingresos públicos insuficientes, recortando gastos necesarios o despreocupándose de analizar la eficiencia de su actuación, es perjudicial para la protección de lo colectivo, de lo de todos. Y, de manera especial, de los más desfavorecidos como hemos visto en estos meses. Frente a los riesgos colectivos (ahora la pandemia o, ya mismo, el cambio climático) más nos vale tener un estado democrático sólido y eficaz.

Edward. O. Wilson, biólogo y naturalista mundialmente reconocido, sintetiza en su último libro, ‘Génesis’, cómo en el origen de las sociedades humanas (y animales) se encuentra el altruismo y la cooperación, frente a quienes han defendido que el progreso social solo está asociado al egoísmo individualista y a la competencia feroz. Durante la pandemia, algo de esto hemos vivido, representado por el aplauso de las ocho de la tarde. Duró poco. Los agentes de la polarización y del enfrentamiento sistemático, aquellos para los que acordar algo con tu adversario, convertido en enemigo, es traicionar su ideal fanático, están ganando la batalla.

Recuperar esa idea de que toda sociedad, llamémosla país, nación o patria, existe porque hay algo común que nos une, por encima de las cosas que nos separan, va a ser clave para abordar el mundo post covid que empieza, esperemos, durante 2021 y que viene cargado de profundos desafíos como el desorden mundial dejado por Trump, o un salto digital más rápido de lo previsto. Pero eso lo trataremos ya el año que viene.

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