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Otro ataque al Capitolio

Vivimos un tiempo en que se tiene cierta obsesión en convertir cualquier evento del presente en un hecho histórico, pero no es ninguna exageración afirmar que el asalto de los trumpistas al Capitolio saldrá en los libros de historia. No tiene precedentes.

La identidad de todos los estados del mundo se construye, en parte, a partir de diferentes elementos simbólicos que sirven para que su legado pase de generación en generación sin ponerlos en duda. Gracias a ello los estadounidenses viven convencidos de que son la democracia más robusta del mundo, tal y como nos recuerdan en cada serie y película que pueden. Y esta creencia tiene sus propios templos, empezando por el Capitolio. Un nombre que delata la voluntad sacramental de la institución, porque evoca la colina de la ciudad de Roma, donde estaba el templo consagrado a Júpiter.

En la cima de la colina

Parece que el nombre fue escogido por Thomas Jefferson al revisar el plan urbanístico diseñado por Peter Charles L’Enfant, un ingeniero militar francés que había luchado junto a los revolucionarios americanos durante la independencia y que se había quedado en el nuevo país.

El llamado plan L’Enfant estaba pensado para convertir aquella ciudad de nueva planta en la capital de un país basado en un sistema de representantes democráticos. Nada mejor, pues, que poner en la cima de una colina el edificio donde debían reunirse y bautizarlo como el Capitolio.

El diseño inicial del edificio fue obra de William Thorton, por deseo del propio George Washington en persona. Las obras empezaron en 1793 y no terminaron hasta 1826. No es que fueran lentos. Es que los británicos lo asaltaron. Aunque el Reino Unido había reconocido la independencia de las trece colonias en 1783, la tensión siguió durante muchos años, ya que los flamantes Estados Unidos fueron ampliando su territorio por toda América del Norte hasta que terminaron chocando con Canadá, que en aquellos momentos continuaba bajo dominio británico (de hecho Isabel II aún es la jefa de Estado).

La escalada de tensión llegó a su punto álgido en 1812, cuando estalló la guerra angloestadounidense. En una de las ofensivas, mientras EEUU intentaba invadir Canadá sin éxito, las tropas británicas llegaron a la ciudad de Washington. El 24 de agosto de 1814 las tropas de Londres se habían impuesto en la batalla de Blandensburg y el general Robert Ross no dudó en asaltar la capital. Siguiendo sus órdenes, un destacamento del cuerpo de ingenieros comandados por el capitán Blanshard se desplegó con la misión de incendiar todos los edificios significativos. El primer objetivo fue el Capitolio, por su alto valor simbólico. Las llamas destruyeron buena parte de su interior y los 3.000 volúmenes que formaban parte de la Biblioteca del Congreso. Después atacaron la Casa Blanca y otros edificios emblemáticos. Aquella acción bélica fue del todo inútil porque los ejércitos de los dos bandos no conseguían imponerse y, a los pocos meses, firmaron un acuerdo de paz que solo sirvió para volver al statu quo anterior al inicio del conflicto.

Aquel hecho se convirtió en un episodio más de la mitología de la política norteamericana, porque fue la única vez que alguien había asaltado la sede del Congreso y del Senado. Hasta el 6 de enero de 2021. Por eso los periodistas de EEUU que retransmitían los hechos estaban en shock. Asistían a la profanación de uno de los símbolos que encarnaban la esencia del origen del país y no desde el exterior como había pasado en 2001, sino desde el interior a manos de ciudadanos ondeando banderas con barras y estrellas.

No es extraño que los críticos con la acción trumpista, entre ellos no pocos miembros destacados del Partido Republicano, acusaran a los manifestantes de tener un comportamiento “no americano”. Porque para ellos, el respeto a las instituciones democráticas del país es parte de su esencia intrínseca. Veremos si, como en 1814, el ataque del día 6 queda en nada. O es el primer paso de algo más grave.

Misas los domingos

Durante los mandatos de los presidentes Jefferson y Madison, cada domingo el edificio del Capitolio se convertía en un centro de culto donde se celebraban misas. Las ceremonias no discriminaban ninguna corriente protestante y oficiaban pastores de todas las tendencias. Entre ellas, una evangelista llamada Dorothy Ripley.

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