De pequeño me encantaban los voladores y petardos. El ruido de las explosiones eran premonición de fiestas y vacaciones, por lo que eran sensaciones infantiles muy agradables, claro, y la posibilidad de peligro o molestia por ello no entraba en mí cabeza.

Además, estaba en España, y eso parecía normal a todos los ciudadanos del país.

En la medida que el crecimiento agudiza la inteligencia, y, sobre todo, habiéndome alcanzado en el muslo un volador mientras mi padre me tenía cogido cuando tenía cuatro años, empecé a darle vueltas al asunto: esto es peligroso, pensé, pues se me había hecho evidente.

Pasado el tiempo, y la elemental experiencia de viajar por el mundo durante los estudios universitarios, asumí que las fiestas navideñas o, simplemente, el gol que había dado el triunfo al equipo, no eran excusas para que el irresponsable de turno se pusiese a tirar voladores desde el balcón de su casa.

A estas alturas de la cultura europea, y conciencia cívica de la existencia del “otro”, no me parece lógico que nadie ande por el vecindario haciendo ruido con petardos y voladores, principalmente por el peligro que conllevan, pero, además, porque la explosión es muy desagradable para todos, animales incluidos.

Si bien los fuegos artificiales son muy atractivos a la vista, estos son organizados por entidades gubernamentales y por tanto manipulados por expertos, por lo que la seguridad está garantizada, y el momento del espectáculo no se suele prolonga más de unos minutos.

Lo que no es de recibo es que, en este país, y sólo en este país, (no sé cómo será en África o Sudamérica), el material explosivo esté a la venta al público como si tal cosa, de forma que cualquiera puede adquirirlos y montar la marimorena cada vez que le dé la gana, y estas fiestas les da pie a bombardearnos los oídos a todas horas por todos los rincones del país.

Por favor, autoridades, póngase al día en civismo y peligrosidad ciudadana, y prohíban rotundamente la venta de explosivos al público. Gracias.