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Luis Sánchez-Merlo

En voz alta

Luis Sánchez-Merlo

El momento es ahora

En una relación en la que predomina el control y el abuso, el momento más peligroso para una mujer –o un hombre- es cuando anuncia su intención de dejar la relación.

La América abochornada por lo que ha visto en la televisión, con la realidad superando la ficción, ha anunciado su intención de romper los vínculos con el que ha inducido al caos, porque avista un peligro insondable.

Se trata de su retirada del poder, vía impeachment o Enmienda 25, por alentar la insurrección y porque, durante las próximas dos semanas, el deterioro de su estado mental podría suponer un grave peligro para la nación y para el mundo.

El asalto al Capitolio, tabernáculo de la democracia, a cargo de una turba incitada por el aún inquilino de la Casa Blanca, bien hubiera podido ser uno de esos Diez días que estremecieron el mundo, libro del periodista estadounidense, John Reed, publicado en 1919.

En esta ocasión, el protagonista fue un empresario iracundo, que manejó bien la economía, mal la pandemia, perdió las elecciones y quizá la cabeza, y terminó enardeciendo a sus seguidores para reventar la caja fuerte. Lo que hicieron con los resultados conocidos, que podrían haber sido demoledores si el vicepresidente (hasta este crítico momento, un obediente actor de reparto) ateniéndose a la lealtad institucional, no se hubiera plantado.

En nuestro país, desde el restablecimiento de la democracia, con la aprobación de la Constitución del 78, sin llegar a alcanzar esa cresta, no han faltado días para el sobresalto.

Desde un intento fallido de golpe de Estado (23-F-81), tras el que fueron procesados y juzgados, por el Consejo Supremo de Justicia Militar, 33 protagonistas de la intentona. La exigua sentencia fue recurrida por el Gobierno Calvo-Sotelo y revocada por el Tribunal Supremo (TS), que condenó a los instigadores, por un delito de rebelión militar consumado, a 30 años de cárcel.

Hasta un ataque contra el orden constitucional, precedido por una escueta y fallida declaración de independencia y culminado con la celebración de un referéndum ilegal (1-O-17). Quienes, de consuno, desde el Ejecutivo y el Legislativo, coordinaron el quebrantamiento de la ley, fueron condenados por la Sala Segunda del TS, a penas entre 9 y 13 años de cárcel, por delitos de sedición y malversación de fondos públicos. Discordante con la calificación del Ministerio Fiscal, que consideró la existencia de un delito de rebelión.

De menor cuantía, pero en la perspectiva actual, significativas, dos demostraciones alentadas en España por la izquierda populista, que no casan con el criterio que ahora manifiestan, ante el despliegue de populistas de otro signo, vandalizando el Capitolio.

El movimiento, Rodea el Congreso, alentado por los perdedores de las elecciones generales de 2016, en protesta por la investidura del ganador de los comicios, llevó al hoy vicepresidente del Gobierno a declarar: «Es saludable que los ciudadanos ejerzan sus derechos». Cuatro años después, el partido que lidera ha considerado el asalto al Capitolio “un ataque a la democracia en toda regla”.

En 2019, el llamamiento a los andaluces para que mostrasen su rechazo al resultado electoral que había supuesto la irrupción del populismo de derechas, fue decretado como “alarma antifascista”, seguida de disturbios en las calles.

Los demócratas ganadores de los comicios, los medios, críticos sin cuartel con el presidente, y un puñado de discordantes de su propio partido, insisten en que la Cámara de Representantes y el Senado deben reunirse, inmediatamente, para destituirlo (impeachment) e impedir que vuelva a intentarlo.

Se entiende bien el propósito principal: evitar que la vuelva a armar dentro de cuatro años, habida cuenta que le han votado 74 millones. Sin tener en cuenta que impedir opciones a los votantes no es genuinamente democrático.

Según los más incisivos, aunque no llegue a dos semanas, su continuidad pone en riesgo la seguridad de la nación, deja la reputación de una democracia ejemplar hecha un trapo y esquiva la verdad ineludible de que el asalto fue un acto de sedición violenta, ayudado e instigado por un presidente sin ley ni moral.

La otra opción es el recurso a la 25ª Enmienda de la Constitución, que contempla la incapacitación del presidente. Y esto también tiene efectos secundarios, ya que usarla para algo que no sea médico podría sentar un mal precedente. Y la línea, entre existencia o ausencia de una incapacidad médica, no siempre está clara.

Al comprobar la altura de las llamas, resultado de una infantil pero delictiva resistencia, el pirómano se ha rendido, ha asegurado una transición pacífica hacia la nueva Administración y anunciado que no asistirá a la coronación de su adversario. La vidriosa petición a los suyos de que se fueran a casa, desteñía apoyo, empatía y afecto, con la imagen del boxeador en la lona, pidiendo la toalla.

Pero la dimensión de la pifia ha sido de tal calibre que no faltan voces que le consideran demasiado peligroso para dejarlo un minuto más en la oficina, aunque falten diez días para el final de la congoja. Y fuerzan la mano para que no se le permita salirse con la suya.

Silenciar al hombre más poderoso del planeta por quienes (Twitter, Facebook e Instagram) nunca han aparecido en una papeleta electoral pero disponen del imperio que ninguna autoridad electa pudiera pretender, pone de manifiesto que, en nuestra sociedad digital, el poder no sólo reside en la ley o en las facultades del Gobierno, sino en la capacidad de negar el acceso a las plataformas que diseminan nuestro discurso público. Como así ha sido.

La paradoja irrumpe en carne mortal, cuando se desvanece la presidencia del gran agitador de las redes sociales, que terminó alentando la insurrección contra su propio vicepresidente, el Congreso y el Senado. Y se plasma en la penalidad más dura que se ha sido impuesta hasta ahora: el embargo de sus cuentas en las redes sociales y, a renglón seguido, la cancelación por infracción de las reglas, alegando el riesgo de seguir incitando a la violencia.

El momento más peligroso para la democracia es ahora, cuando el baranda ha dado muestras de despotismo y desprecio al ‘rule of law’. Es tiempo de poner a buen recaudo los códigos nucleares, acabar con la glorificación de la violencia, desterrar la ignorancia y la mentira, robustecer los cimientos y tratar de unir a un país dividido.

Ingente tarea para los nuevos inquilinos de la Casa Blanca y aviso a temerarios navegantes que transitan, entre el sectarismo y el odio, bordeando lo irremediable.

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