Lo que pasó el día de reyes en el Capitolio de Washington no debería sorprender a nadie. Desde hace mucho tiempo, tanto en Estados Unidos como en Europa -y mucho más en España-, estamos jugando con fuego con el turbio propósito de desacreditar las instituciones democráticas e introducir la mentira y el odio como los únicos instrumentos de la acción política. Y esto se está haciendo desde los dos extremos del arco político, tanto en Estados Unidos como en España. ¿O es que alguien pensaba que los saqueos y los incendios de las protestas de “Black Lives Matter” no iban a crear una reacción violenta por parte de los partidarios de Trump? Y al revés, ¿es que alguien pensaba que la actitud chulesca y despectiva de Trump y su uso arbitrario del poder no iban a desencadenar una reacción equivalente por parte de sus adversarios más radicalizados? Desde los años 30 sabemos en Europa que los extremos se retroalimentan y que es imposible entender la existencia del fascismo sin haber entendido la existencia paralela del comunismo revolucionario. Y del mismo modo que el fascismo se nutrió de la estética futurista de Marinetti -con su exaltación de la velocidad y de la violencia y de las vanguardias artísticas-, el comunismo ruso tuvo a su Maiakovski que exaltaba también la velocidad y la violencia y las vanguardias artísticas. La única diferencia es que unos lo hacían en nombre del fascismo y otros en nombre de la Revolución, aunque el resultado -el odio a las instituciones de la democracia liberal, la apología de la violencia, el desdén por el acuerdo político- fuera exactamente el mismo.
