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Juan Francisco Martín del Castillo

El lobo de Yellowstone y la democracia

S ólo me faltó ver a Mr. Magoo, el cegatón de los dibujos animados, en el asalto al Capitolio de los Estados Unidos. Estaban todos los demás o, al menos, sus representantes “reales”, quiero decir de carne y hueso, en las escenas que se retransmitían desde lo alto de la colina de Washington, la capital de la democracia, según se decía hasta hace unos días. En la intentona golpista, insurrección o como quieran llamarla, porque hay para todos los gustos e ideologías, hubo algunas cosas que recordaban más a la ficción que a cualquier hecho de la realidad cotidiana. Para empezar, el argumento con el que los simpatizantes de Trump irrumpían en las salas de la soberanía nacional, que era tan irreal como, en ciertos aspectos, natural. Repetían a voz en cuello que aquella era “su casa”, el lugar en el que el pueblo y, para el caso, los patriotas debían estar. Este era el engaño de partida, propio de los populistas, tanto de derechas como de izquierdas, recuerden, si no, a nuestros podemitas, que venían a recuperar la verdadera democracia, a los de abajo, supuestamente castigados por la casta poderosa, de la que ahora forman parte. Este relato, como también se dice, proseguía con la esencia del discurso de los seguidores del Presidente saliente, la falla que delata el mal del sistema, la quiebra de la voluntad popular emanada de las recientes elecciones. ”Stop the Steal”, que, en paladinas, resulta ser el tradicional “Paren el robo”, puesto que, en su delirio, continúan pensando que ha habido una conspiración por la cual los votos depositados en las urnas o bien han sido alterados o bien suplantados por los de personas fallecidas. Sólo así se explicaría lo que Trump denunciaba en la arenga pronunciada momentos antes de la marcha sobre el Capitolio: “¡Cómo es posible que Biden haya alcanzado los 80 millones de votos! No se lo cree nadie”. Pero, lo importante no es la burla constante al contrincante, ya habitual en el lenguaje de los políticos, sino que el magnate estadounidense haya superado los 74 millones de votantes, más que confirmados por las fuentes oficiales. Es evidente que el país está dividido, abismado por dos frentes ideológicos irreconciliables, que dicen defender lo mismo curiosamente, la democracia. Y, justo con esto, con la apropiación del sentido de la democracia, hay que tener mucho cuidado, no vaya a ser que, por erigirse en su adalid, acabemos empobreciéndola o denigrándola. Un director de un diario español se ha atrevido, porque sí, él tan mayestático y omnisciente, a proponer que en los colegios e institutos se emitan las imágenes de los exaltados para que los alumnos perciban lo que no debe ser nunca una democracia. Faltaría más. Uno sería el primero, por supuesto, pero… dejando claro que la verdadera democracia pasa inexorablemente por el respeto a las minorías. En estos momentos, el Lobo de Yellowstone, el chamán de Trump, el famoso personaje de las pieles y los cuernos de bisonte, que llegó a sentar sus posaderas sobre el asiento de la tercera autoridad del país, Nancy Pelosi, es un integrante más de la minoría perdedora de los comicios celebrados en Estados Unidos. Sus actos le sitúan donde debe estar, en la radicalidad y en la intolerancia, incluso en la expresa traición a la nación, pero, por sus ideas y por su activismo político, merece el mismo respeto que sus adversarios. Esta es la grandeza de la democracia. Conviene no olvidarlo. La tarea de Biden es enorme, titánica en muchos aspectos, puesto que ha de recobrar la paz entre sus compatriotas, aunque sin oprimir a aquellos que no le han votado. El calificativo de difícil se queda corto para definir el propósito de su mandato, más allá de la atención al resto de los problemas que aquejan a los estadounidenses, en el que la pandemia vírica asoma por encima de cualquier otro. Si la primera democracia del mundo quiere volver a ostentar la ganada dignidad de su glorioso pasado a la fuerza ha de entender el Presidente entrante que muchos de los que le observan no están dispuestos a ser humillados en sus ideas o convicciones, por equivocadas que les parezcan a los del Partido Demócrata. Un buen gesto, con el cual abriría los informativos de la televisión mundial, y no hay la menor duda al respecto, sería sentarse a parlamentar –vuelve el viejo lenguaje de las películas de John Ford– con el indio del Lobo de Yellowstone, que, pese a quien pese, es la encarnación de un amplio sector de la sociedad norteamericana. Peores cosas se han visto, como un Zapatero o un Pedro Sánchez departiendo alegremente con los herederos de ETA o los ideólogos del asalto al Parlamento catalán. Y, sin embargo, como ellos mismos repiten hasta la saciedad: “son formaciones legítimas que merecen un respeto”. Y, de hecho, sustentan al actual gobierno de España. Pues eso, a aplicarse el cuento en la cuna de la democracia occidental.

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