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Manos limpias y asesinos microscópicos

Una de las conversaciones habituales estos días es la duda sobre si vacunarse o no. Hay quien no lo ve claro. De hecho, este periódico contaba el caso de una anciana vacunada por orden judicial pese a la oposición de la familia. Se negaban al temer posibles efectos negativos provocados por la inyección. Estoy seguro de que cuando fueron al juzgado a prestar declaración no dudaron en lavarse las manos a la entrada. Ya es un gesto instintivo, y no se duda de su eficacia.

Esto sucede ahora, pero antes de que Louis Pasteur descubriera el funcionamiento de los microorganismos solo había una persona convencida de que las manos limpias salvaban vidas: Ignaz Semmelweis.

Cirujanos infecciosos

Este médico, nacido en Hungría en 1818, se doctoró en obstetricia en 1846 y comenzó a trabajar en el Hospital General de Viena. Una de las cosas que en seguida le llamó la atención fue la elevada tasa de mortalidad entre las parturientas. Dieciocho de cada cien mujeres morían los días posteriores a dar a luz. Sin embargo, había algo que no cuadraba: las madres atendidas por comadronas tenían más probabilidades de sobrevivir que las que lo eran por médicos.

Semmelweis quiso saber por qué y descubrirlo le arruinó la vida. Tras darle vueltas y más vueltas, la muerte de un colega del hospital le hizo abrir los ojos. Aquel compañero había perdido la vida a raíz de una infección que presentaba una sintomatología similar a la de las parturientas. Reconstruyendo los últimos días de trabajo de aquel médico, descubrió que había practicado una autopsia a pesar de tener una herida en la mano. No, en aquellos tiempos no había guantes de látex. Y no, los médicos no se lavaban las manos. Y lo que era peor: muchos pasaban de la sala de necropsias a la de partos sin limpiarse. Esto explicaba que sobrevivieran más las parturientas asistidas por comadronas, que obviamente no tenían tratos con los cadáveres.

Ahora bien, había que comprobar que la hipótesis era cierta. Por esta razón Semmelweis preparó una palangana con una solución de cal clorada y obligó a los médicos a lavarse las manos. El resultado fue un éxito: la mortalidad bajó al 2%. El problema era que se desconocía la existencia de los microorganismos y él atribuyó la infección a las “partículas cadavéricas”.

Pero el verdadero problema para Semmelweis fue que a los médicos no les hizo ninguna gracia su descubrimiento, que interpretaron como un ataque a su prestigio y se sintieron acusados de mala praxis.

Para acabar de complicar la situación, en 1848 una ola revolucionaria sacudió Europa. En muchos lugares se reclamaba libertad y democracia. Y en Hungría, además, la independencia del Imperio austrohúngaro. Automáticamente los húngaros residentes en Viena quedaron bajo sospecha. Entre ellos el propio Semmelweis, aunque parece que no se involucró en aquel episodio. Bien fuera por la incomodidad provocada por su investigación, bien fuera por su origen nacional o bien por ambas cosas a la vez, el caso es que no se le renovó el contrato en el hospital.

Caído en desgracia

Entonces se fue a trabajar a Pest donde, a pesar de conseguir disminuir la mortalidad post parto, sus ideas tampoco fueron bien recibidas y los colegas lo marginaron de los círculos médicos. Progresivamente su salud se fue deteriorando y cayó en el alcoholismo. Su comportamiento cada vez más conflictivo hizo que, en julio de 1865, un amigo suyo lo hiciera ingresar en un manicomio. Durante el intento de resistirse, fue brutalmente golpeado por los guardas, que lo inmovilizaron con una camisa de fuerza. Murió al cabo de 15 días, porque se le infectaron las heridas causadas por los golpes recibidos. Era el 13 de agosto de 1865.

En ese mismo momento, en Inglaterra, el cirujano Joseph Lister, inspirado por los descubrimientos de Pasteur, comenzaba a desarrollar los antisépticos. Gracias a ellos tres ahora sabemos que la higiene salva vidas y que lavarse las manos es crucial. Discutirlo es hacer el ridículo. Veremos qué dirán de los antivacunas dentro de cien años.

El misterio del gel hidroalcohólico

Estos meses de pandemia se ha atribuido a una estudiante de enfermería californiana llamada Lupe Hernández la invención del gel hidroalcohólico en 1966. Lo cierto es, sin embargo, que esta información publicada por primera vez en ‘The Guardian’ no se ha podido demostrar de manera definitiva.

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