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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

El rechazo a los pobres como patología del corazón

En 1995, la catedrática emérita de Filosofía Moral de la Universidad de Valencia, Adela Cortina, dedicó un libro a “un atentado diario contra la dignidad, el bienser y el bienestar de las personas concretas hacia las que se dirige”. Se trataba de un sentimiento al que había que ponerle nombre: aporofobia, del griego áporos (pobre) y fobos (pánico). Cinco años después, la ilustre filósofa propuso que el Diccionario de la Real Academia Española recogiese el neologismo en los siguientes términos: “Dícese del odio, repugnancia u hostilidad ante el pobre, el sin recursos, el desamparado”. Desde 2017, cuando fue elegido como término del año por la Fundación del Español Urgente (Fundéu), figura como fobia a las personas pobres o desfavorecidas.

En su Aporofobia: el rechazo al pobre, Cortina compara “la acogida entusiasta y hospitalaria” a los turistas con “el rechazo inmisericorde a la oleada de extranjeros pobres” a quienes se les impide la entrada en nuestro país. “Lo que provoca rechazo y aversión no es que vengan de fuera, que sean de otra raza o etnia, no molesta el extranjero por el hecho de serlo. Molesta, eso sí, que sean pobres, que vengan a complicar la vida a los que, mal que bien, nos vamos defendiendo. Que no traigan al parecer recursos, sino problemas. Es el pobre el que molesta, el sin recursos, el desamparado, el que parece que no puede aportar nada positivo al PIB del país al que llega o en el que vive desde antiguo, el que, aparentemente al menos, no traerá más que complicaciones”.

Nos hallamos, pues, ante un fenómeno que, debido a la ola de frío que actualmente padece nuestro país, se hace todavía más patente a través de las imágenes de los informativos, que visibilizan a estas víctimas que no cuentan ni para una sociedad que los ignora ni para unas Administraciones que prefieren apartarlas del centro de las ciudades porque las afean. Convengamos por tanto que no se trata de una cuestión relacionada con la raza, la etnia o la extranjería, sino simple y llanamente con la pobreza.

De más está decir que nadie pone pegas a que un millonario del Tercer Mundo se instale en una nación del Primero, ni tampoco a facilitarle la entrada a un astro del balompié. Barcos de lujo atracan con toda clase de facilidades en puertos elegantes de la costa Mediterránea, al tiempo que pateras abarrotadas de almas en pena se hunden tratando de alcanzar una tierra de promisión. Sin ir más lejos, el vomitivo muro promovido por Donald Trump separa Estados Unidos del subdesarrollado México, no de la pudiente Canadá.

Hablamos de seres humanos que nos provocan rechazo y miedo, y de quienes concluimos que, si atraviesan ese trance, será porque algo habrán hecho mal en el pasado, cuando lo cierto es que no siempre existe una relación causa-efecto. Sin embargo, al afirmar que la pobreza no es fruto de unas condiciones estructurales que dejan a millones de personas sin recursos ni posibilidades, sino resultado de un error individual o una culpa personal -considerando que ser o no pobre se debe a una cuestión de actitud o de fuerza de voluntad-, contribuimos todavía más a su hundimiento. Además de encerrar una teoría falsa (los expertos aseguran que los mejores predictores de la pobreza son variables que escapan al control del individuo, como la renta familiar, el territorio en el que se nace o la salud y el coeficiente intelectual de los padres), reproduce un discurso que favorece la marginalización de los más necesitados. Urge, por consiguiente, promover un proceso mental que anule ese rechazo y ese miedo y los transforme en compasión y empatía, un camino que pasa sin duda por la Educación y la implicación de los Poderes Públicos. Por lo pronto, no estaría de más reflexionar sobre la posibilidad de vernos cualquiera de nosotros en una situación similar ya que, mal que nos pese, la vida da muchas vueltas.

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