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José A. Luján

‘La’ fin del mundo

No crea el lector que el título de esta columna es un vulgarismo, con la partícula femenina que lo encabeza. El la está presente en un grupo de palabras de nuestra lengua que al no tener género gramatical marcado se puede usar tanto en masculino como en femenino: el poeta / la poeta; el concejal / la concejal; el portavoz / la portavoz; el sartén / la sartén. Esta alternancia a veces implica cambios en el significado: el barco / la barca (dimensión); el mar / la mar (elemento afectivo, nutriente); en este caso, el femenino es habitual entre pescadores con expresiones como salió a la mar o vivimos de la mar. También hay alternancia en usos del singular y plural: el agua / las aguas.

En esta época de pandemia planetaria ha habido momentos que nos han colocado en la rampa del acabamiento del mundo. Hemos vuelto a escuchar la expresión “la fin del mundo”. Y nos vienen a la memoria los últimos años de la década del cincuenta del siglo pasado cuando se decía que el mundo se acabaría en 1960. Vivíamos la primera adolescencia y la inquietud se apoderó del sentimiento colectivo. Iba a venir la fin del mundo. No sabemos el origen de aquella premonición, aunque decían que una famosa monja había enviado a las parroquias una carta con tan fatal noticia. Lo que sí recordamos es que se incrementó la confesión de los pecados en cualquier tiempo litúrgico.

Un año antes, el párroco del pueblo anunció que en octubre del año siguiente, en 1960, se iba a realizar una misión evangelizadora a cargo de unos misioneros capuchinos, venidos expresamente de la Península. Todo esto se planteaba como un aval de seguridad ante la desaparición del hombre de la faz de la tierra. El miedo se instaló en la muchachada del pequeño pueblo. Todos contaban los meses, los días y las horas que faltaban para llegar a lo que se había planteado como fin de la existencia del mundo.

Por fin, se anunció la llegada de los tres monjes capuchinos que arribaron en el coche de hora y se bajaron en el cercano barrio de Las Arvejas. Se formó una peregrinación hasta el templo parroquial, distante tres kilómetros. Los niños y niñas rodeaban a los padritos, llegando incluso a tocarles sus sotanas como si con ello quisieran alcanzar la gracia divina por la vía rápida. También se unieron al peregrinaje personas de edad avanzada provenientes de toda la comarca. Los misioneros tenían luengas barbas, lo que daba a aquella liturgia un insólito aire de exotismo.

A la vez que la misión, también se había anunciado un eclipse de sol. Por tanto, se conjuraron la religión y la astronomía. El día del eclipse, niños y mayores abarrotaban el templo parroquial donde los padritos se desgañitaban llamando al arrepentimiento colectivo. Aquel día, todos iban provistos de cristales ahumados para mirar la conjunción del Sol y de la Luna sin que se dañaran los ojos. Al tiempo, se esperaba el estallido del globo terráqueo por cualquiera de sus esquinas. Pero nada de eso sucedió. Ansiábamos que acabara el día, para meternos en la cama. La fin del mundo no llegó, según lo previsto. Los misioneros acabaron su trabajo espiritual y la vida siguió de manera rutinaria.

Desde marzo de 2020, la población mundial quedó abocada a preservarse de una pandemia causada por el coronavirus. El confinamiento en domicilios y las restricciones en sectores económicos y culturales quedan paralizados. El planeta se detuvo. Reinaba el silencio. La incertidumbre se apodera de la población. La muerte, con su guadaña medieval, entra en las residencias de ancianos sin pedir permiso. Los ciudadanos tienen como escapatoria de movilidad las azoteas de sus edificios. Se prescribe el uso de mascarillas, y se habilitan naves industriales como recurso hospitalario. Se investiga en la creación de una vacuna. Pasan los meses y no se avizora el final. Los países determinan el “sálvese quien pueda” y cierran las fronteras a la movilidad ciudadana. Los gobiernos matan mosquitos a cañonazos. Hay situaciones irresponsables. Los compromisos colectivos mueren nada más firmarse cualquier tipo de acuerdo. El tiempo se plantea como algo efímero. Y todos dicen: “Vamos a ver qué sucede mañana; tal vez la fin del mundo”.

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