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Juan Francisco Martín del Castillo

La criatura

En uno de los pasajes más aterradores del Frankenstein de Mary Shelley, el engendro se encuentra cara a cara con su creador, la persona que le dio la vida y el origen de sus desgracias, y le dice: “soy vuestra criatura”. El monstruo lo era porque, de algún modo, había sido puesto en este mundo por el egoísmo y la vanidad de su hacedor. El uno, la figura dantesca, era el espejo en el que se miraba el otro, aparentemente un hombre gentil pero que, en su interior, escondía una ambición desmesurada. Tal sucede con esa nueva manifestación de lo más podrido de la sociedad biempensante, la élite parisina emparentada con el establishment ideológico de las izquierdas. El engendro, en este caso el monstruo desagradable y terrorífico, estaba a la luz de todos, incluso participaba en los programas de mayor prestigio de la televisión gala, aunque nadie sabía de su otra existencia, salvo las víctimas. Olivier Duhamel, el aclamado analista y politólogo, ahora se ha revelado, a través de la publicación del libro La familia grande, de su hijastra, Camille Kourchner, que abusó sexualmente del hermano gemelo de esta última. Antoine, con apenas catorce años, fue el objeto de la depravación del intelectual, que aprovechaba las noches en casa para deslizarse en la habitación del menor y cometer la indignidad.

No es el único caso conocido hasta la fecha, ni siquiera acabará con él la larga lista de ignominias. Ojalá fuera así, pero me temo que no tendremos esa dicha. Con esta aberración, ya son varios, demasiados desde luego, los episodios de pederastia en la sociedad galante del París bohemio. Sin embargo, y como en situaciones análogas igualmente difundidas, esta élite social y política mira para otro lado, cuando no ríe abiertamente los vicios de sus más celebrados representantes. Ocurrió con el escritor Gabriel Matzneff, que llegó a vanagloriarse ante la opinión pública de satisfacer sus apetitos lúbricos con adolescentes de ambos sexos. No obstante, la miseria humana lo es más, si cabe, cuando a ella se añade la complicidad, la deliberada ocultación o la autocomplacencia. Es una ceremonia de difícil explicación, aunque se intente por todos los medios una argumentación plausible de los deslices de los protagonistas. En tal suerte, se halla la izquierda gala que, en lugar de reprobar los actos, los somete al silencio cómplice o, si no, a la velada disculpa. Esta pasando con el “affaire Duhamel”, se vivió con el caso Matzneff y, en otro tiempo, hasta se hizo política con la defensa del homicida Althusser.

Louis Althusser, por si se ha olvidado, acabó con la de vida su mujer estrangulándola vilmente. Pese a la evidencia en su contra, la izquierda glosó su figura, en una extraña metáfora de lo narrado por Shelley en 1818, apartándola de cualquier oscuridad que la sepultara, como si fuera poca la losa que pesaba sobre el filósofo. Althusser, en cierta manera, fue el anticipo de lo que vino después. Violaciones y muertes violentas parece que no son nada cuando el victimario es un personaje de reconocido prestigio, y más todavía cuando el sujeto pertenece a una determinada ideología. Esta aberración, inclusive, choca con la supuesta superioridad moral de su discurso. Es la ironía del destino, la justicia divina que dirían otros. Lo único cierto es que la criatura siempre está ahí para revelar el inoportuno secreto y, a la vez, la hipocresía intelectual de un sector importante de la izquierda.

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