La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Hay que prohibir el bicho

Lucen desde hace años las cajetillas de tabaco ominosos avisos en los que se informa al cliente de que su consumo obstruye las arterias, causa impotencia, favorece el cáncer y mil desastres más, pero eso no impide que muchos fumadores porfíen en el vicio. A casi nadie se le ha ocurrido, sin embargo, demandar al Gobierno por no prohibir la venta de tan letal veneno. Los consumidores parecen darse por avisados y ejercen, sin más, su responsabilidad personal.

No ocurre lo mismo con el coronavirus, por más que el caso no sea exactamente igual. En lo que toca al SARS-CoV-2, los responsables se multiplican.

Agobiados por la tercera invasión del virus de la corona, el Gobierno y los reinos autónomos se culpan mutuamente; la derecha imputa a la izquierda y viceversa; las autoridades a los hosteleros; los hosteleros a los centros comerciales y, en general, todo el mundo a los demás.

Aquí y en Pekín, los mandamases no paran de avisar del riesgo que supone el bicho; pero, aun así, buena parte del público va a su aire. Salvo que se les prohíba expresamente salir de casa, viajar, organizar fiestas o prescindir de la mascarilla, algunos o muchos ciudadanos entienden que se les da libertad para actuar como mejor les parezca. Uno de los inesperados efectos del virus consiste precisamente en diluir el concepto de responsabilidad individual.

Esa es, básicamente, la definición de una dictadura, régimen en el que, como se sabe, todo está prohibido salvo aquello que resulta de cumplimiento obligatorio. No queda margen alguno de elección para el individuo. La democracia, por el contrario, apela a la libertad personal de cada uno para que, debidamente informado, adopte las decisiones que el sentido común hace aconsejables.

Lamentablemente, la experiencia de esta pandemia sugiere que el personal exige prohibiciones y obligaciones como guía de comportamiento. De ahí que los ciudadanos -o más bien, súbditos- culpen a los gobiernos por no haberles prohibido de manera expresa y coercitiva lo que los epidemiólogos y demás gentes de ciencia recomendaban.

Los gobernantes y quienes aspiran a serlo fomentan esta creencia, naturalmente. Aquí, sin ir más lejos, el Gobierno central y los autonómicos (sin excluir a los municipales) se tiran los virus a la cara para demostrar que la culpa de la expansión de la epidemia la tiene el otro. Tampoco han ayudado gran cosa sus cambios de opinión sobre la utilidad de las mascarillas y otras medidas contradictorias que, ciertamente, no favorecen la confianza de los mandados en quienes les mandan.

Ocupados en buscar culpables, pocos han reparado en que el virus propiamente dicho es la causa de la catástrofe que desde hace casi un año tiene al mundo en vilo. El bicho se propaga espumosamente estos días por toda Europa y América; y lo mismo da que se le afronte con medidas relajadas, como en Suecia, o tan extremadamente rigurosas como las que se aplican aquí al lado, en Portugal.

Los devotos de las prohibiciones y las obligaciones echarán de menos, sin duda, a un gobernante del carácter de Saparmurat Nizayov, presidente de Turkmenistán que años atrás declaró fuera de la ley por decreto a todas las enfermedades infecciosas. Por desgracia, las bacterias y virus no sabían leer, de modo que siguieron infestando a la población como de costumbre. O sea: que no descarten otro confinamiento.

Compartir el artículo

stats