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Roberto Gil Hernández

Hacer de la canariedad una frontera racial

En los últimos meses se han multiplicado las representaciones defensivas de la canariedad. Es cierto que toda identidad necesita de estas para constituirse, pues la atribución de diferencias a un Otro es lo que afirma su unidad. Pero este juego de oposición puede volverse excesivo cuando se maneja sobre la matriz de opresiones que promueve la raza.

Canarias, aunque cueste creerlo, atesora una extensa tradición racista. Nuestro devenir moderno se inicia con el desembarco en las Islas del sistema histórico que legitima su conquista, el cual podría acuñarse, siguiendo a Cedric J. Robinson, como capitalismo racial. Su objetivo consiste en rendir el territorio y su población mediante en el recurso a la raza como patrón de poder, y así ocurre.

El racismo, pues, como forma de exclusión basada en el aspecto físico, pero también en el idioma, las creencias, las costumbres y la procedencia, es el ideario que inaugura la colonialidad en el Archipiélago. Sin apelar a ella no se puede explicar el privilegio del que disfrutan, ya en el siglo XVI, los colonos europeos, ni tampoco la sumisión que padecen muchos guanches, moriscos y negros. La raza funciona, así pues, como una fantasía que encubre el injusto orden social de las Islas.

Con el paso de los siglos, la sociedad canaria registra numerosos episodios en los que la raza se cruza con otras formas de discriminación, como, por ejemplo, el sexo, la clase o el conocimiento. En su intersección se sostiene el acoso inquisitorial, la dominación caciquil, la diáspora forzosa y la sobreexplotación laboral que resumen la trayectoria moderna de sus sectores populares. Y, sin aludir de nuevo a la colonialidad, no es posible detallar las razones por las cuales, todavía hoy, la mayoría de su población registra niveles inaceptables de pobreza y exclusión social.

El racismo puede, por tanto, considerarse como una constante histórica que atraviesa el Archipiélago, ligando las manifestaciones de opresión que aún imperan en él indiscutiblemente con su legado colonial. Por eso, en plena pandemia y con nuestro modelo económico inutilizado, la enunciación de la raza es un trabajo de memoria dotado de extrema utilidad para contener a la población.

Para demostrarlo basta constatar cómo la estadística socava cualquier argumento racista. En 2020 arribaron, según el Ministerio del Interior, 23.023 personas de manera irregular al Archipiélago. Una cifra que no se compara con los 3,9 millones de turistas que, a pesar de la emergencia sanitaria, también visitaron el territorio. Estos datos están lejos de las 47.981 altas de personas extranjeras que se contabilizaron, según el ISTAC, en los padrones municipales de las Islas en 2019, cuando el volumen de turistas sobrepasó ampliamente los 13 millones. Y están también alejados de las 31.678 personas que llegaron de manera alegal en el 2006, durante la denominada “crisis de los cayucos”, junto a otros 12 millones de turistas. De modo que, como se puede apreciar, el problema que existe en Canarias no tiene que ver con cuánta gente viene, sino con quién y cómo.

Se puede decir, por tanto, que los espantosos sucesos que en los últimos meses han reproducido las redes y medios de comunicación con insistencia, obedecen a los intereses de sus grupos dirigentes. Y es que, las personas migrantes retenidas en puertos, recluidas en campamentos, abandonadas en plazas o implicadas en agresiones, han recibido ese trato para convertir su situación en un argumento para la contienda política. Con voluntad real de dar un tratamiento adecuado a estas personas, tales imágenes jamás se hubieran producido, y menos en unas Islas con infraestructura suficiente para albergar en un año hasta siete veces su población.

Se confirma así que la hiperbolización del flujo migratorio procedente del África continental es conveniente para quienes pugnan por el poder. Les conviene, al menos, por dos razones. En primer lugar, porque les permite, al movilizar los sentimientos de la población, modificar su influencia a todos los niveles, desde el municipal al comunitario. Y, en segundo término, porque también les ayuda a ocultar jerarquías que son inherentes a la sociedad isleña, concentrando así toda la atención en un problema humanitario que, sin otro móvil que el racismo, es presentado como una “invasión”.

En resumen, la imputación a un Otro racializado de la capacidad de atentar contra el statu quo en las Islas pretende hacer de la canariedad una frontera racial, un amargo confín en el que ciertos segmentos de su sociedad puedan emplear contra sus vecinos una colonialidad que también les toca. Aunque esta atribución de arquetipos dañinos a las personas migrantes, en tanto que son fruto de la generalización, no puedan ser más que el resultado de una burda ficción.

Las implicaciones de esta deriva racista pueden ser calamitosas. De la tensión y violencia incipiente que hemos sufrido estos días, se puede pasar con facilidad a perder derechos y libertades. El principal síntoma de esta involución está en el reajuste que estamos viviendo de los límites de la identidad canaria, en otro tiempo al servicio de la emancipación y la justicia social, y hoy en riesgo de convertirse en otra trinchera para el odio. De ahí que convenga actuar teniendo presente a Fernando Estévez cuando advertía que la raza solo es útil a la desigualdad.

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