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Juan Cruz Ruiz

Los enemigos inesperados de la ministra Carolina Darias

Estos días Madrid vive la resaca del estupor causado por dos sucesos que se sobrepusieron como suelen hacerlo las desgracias, que no vienen solas, la pandemia y la nevada.

Superada esta última, de la que quedan rescoldos sucios y helados en la mayor parte de las calles, incluso en las de mucho tránsito, queda la huella de momento impresionante de la pandemia, que en la capital de España impera con una saña dramática. Es llamativa la actitud del gobierno madrileño, cuya presidenta se ha arrogado, ella sola, el papel de la Juana de Arco de la oposición al Gobierno de la nación y dirige una curiosa guerra de guerrillas contra Pedro Sánchez, a quien señala siempre con su nombre propio. Si se nombra a alguien, y este es el enemigo, hay muchísima gente que ya sabe quién es el enemigo; da pereza buscar nombres contra los que celebrar una batalla, pero cuando se tiene uno concreto respiran quienes están rebuscando entre los muchos que podría haber en el diccionario de malditos.

La presidenta madrileña no está sola en las labores de señalamiento de culpables de la pandemia, como se ve cada día y cada semana. Desde distintas comunidades autónomas, y desde muy diversos medios de comunicación, hay muchos que acompañan en el coro contra quienes dirigen desde el Estado la lucha contra la pandemia. Cuando no ha sido Sánchez el comodín elegido, en el inmediato pasado de este drama el blanco perfecto ha sido Salvador Illa. El tiro ya se está desviando. Pero antes de que cambie de personalidad del todo ese blanco perfecto, Illa sigue siendo el culpable favorito, aunque se haya ido a competir por la presidencia de Cataluña, su tierra.

Este cambio de escenario en el que se sitúa el ahora muy conocido filósofo y político no le ha quitado protagonismo, sino al contrario, a la muy diversa voluntad de hacerlo culpable hasta de que lleguen tarde las palas para quitar la nieve. Illa es un hombre apacible, también en persona; no imposta, a mi parecer, ese gesto estoico que lo adorna, así que tan solo una vez mostró su enfado (ante Cuca Gamarra, la portavoz del Partido Popular) por acusarlo hasta de llamarse Salvador. Ha sido un blanco perfecto, pero, como no se ha movido, aunque se haya conmovido, aprendió pronto a aguantar las tortas como si no fueran con él. Parece que esa estolidez también ha enfadado a los que se pusieron los guantes de golpearlo, porque un escenario en el que él hubiera dado también sus mandobles hubiera sido perfecto para el presente, y diabólico, estado de nuestras televisiones, convocadas a ofrecer programas que, pareciendo informativos, son en realidad bochornosas peleas de gallos.

Ahora a Illa le van los tiros también desde las trincheras de los distintos partidos políticos que quieren, como el propio partido de Illa, ganar la batalla de Cataluña. Como esto ocurre a la vez que el Parlamento español debate el muy difícil asunto de los fondos europeos para paliar los efectos de la pandemia, hemos asistido atónitos al más reciente ejercicio de mezquindad nacional: partidos responsables en otro tiempo (lo serán otra vez, seguramente) de los asuntos del Estado oponiéndose por razones evidentemente electorales al razonable acuerdo acerca del uso de tales dineros. Esta mezcla de necesidad y desdén es una señal de la desviación inmoral de las preocupaciones que hay que atender, pero en los alrededores del ring los políticos y los medios observan con regocijo el decaimiento suicida de las obligaciones civiles.

En medio de este pugilato se ha producido el nombramiento de nuestra paisana Carolina Darias, que ya era ministra de Asuntos Territoriales, para que desde el Ministerio de Sanidad haga lo que ya hizo Illa al frente de la coordinación de estos asuntos endiablados de la pandemia. Como se tarda algo en buscarle a la sustituta el perfil del antecesor, aun no se han afilado convenientemente los cuchillos que irán a su degüello, pero los que tenían el nombre de Illa como pedestal de sus disparos ya apuntan maneras y al poco de tomar posesión ya la llevaron al Congreso para que depusiera sus precoces responsabilidades en lo que haya hecho tan mal el ahora candidato catalán.

Carolina Darias es una mujer trabajadora, inteligente, eficaz y afable; la primera vez que la vi en mi vida ella iba leyendo un libro en un viaje interinsular. Estuvo esos veinte minutos que separan Tenerife de Gran Canaria enfrascada en la lectura como si concentrarse no le costara nada. En el ministerio que abandona sufrió al principio la enfermedad que ahora va a combatir; luego acompañó a Illa en la muy complicada tarea de escuchar a unos presidentes autonómicos y a otros, todos de un color distinto de carnet, y seguramente habrá aprendido de la distinta naturaleza de los ánimos nacionales, unos más generosos que otros, seguramente, pero salió sin mayores rasguños de la experiencia. La que le espera ahora sí que es peliaguda, pero por lo que se va sabiendo de su naturaleza, aparte de aquella propensión a concentrarse que ya es pública, ella tiene aguante para sufrir embates calientes o duchas frías. Tiene capacidad para sonreír cuando truena y para emocionarse cuando toca, y tiene sensibilidad para saber dónde cruje la madera para ir allí a echar una mano y enderezarla. Tiene, como es natural, adversarios e incluso enemigos, y a estas alturas ya debe conocerlos. Pensando en esto último, y adentrándome este viernes en la ciudad de Madrid me di cuenta que lo que tiene en realidad Carolina Darias en este momento son esos enemigos inesperados que tiene la salud en este tiempo: las aglomeraciones que se juntan sin mascarillas en las playas y en los bares y en las universidades y en los centros indisciplinados de las ciudades acogen a los verdaderos enemigos de la ministra. Tiene otros, claro, pero esos son los inesperados enemigos de Carolina Darias. Para combatirlos tendrá que usar la fuerza de su carácter, además de la solidaridad, y no el ruido, de sus congéneres.

Aunque sonría por fuera, esa debe ser la rabia que la domine por dentro: que el país a cuyo gobierno pertenece ignore que el virus que no lo inventaron ni Sánchez ni Illa, ni siquiera Merkel o Joe Biden, sino la maldad del mal que nos amenaza detrás de cualquier estornudo y de cualquier otra causa de contagio.

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