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Manolo Ojeda

Cartas a Gregorio

Manolo Ojeda

El entierro de Paquito

Querido amigo. En los años cincuenta no había muchas funerarias en Canarias, por lo que, en la mayoría de los casos, eran los carpinteros los que se encargaban de hacer los ataúdes, y cuando fallecía un personaje relevante, encargaban a una empresa de pompas fúnebres que les proporcionara un féretro más apropiado.

En ese caso, organizaban un entierro de lujo donde el finado iba acompañado por una banda de música interpretando la marcha fúnebre desde su casa al cementerio. El féretro era cargado a hombros por familiares y amigos y se formaba una gran procesión que colapsaba media ciudad.

Cuando el fallecido no era tan pudiente la ceremonia era más discreta, pero, en los pueblos, todos guardaban silencio al paso del entierro, y los comercios entornaban las puertas en señal de duelo.

En un pueblo de esta isla vivía un enano llamado Paquito al que apodaban Pinocho, y era el ayudante del carpintero del pueblo con el que los fines de semana se tomaba las copas. Medía poco más de un metro y, además, tenía un ojo bizco que no podía cerrar del todo.

Paquito falleció cuando tenía cuarenta años, lo que parece ser bastante común en estas personas, y como quiera que su familia era pobre, intentaron enterrarlo en una cajita blanca como las de los niños, pero resulta que son tan caras o más que las grandes, así que se decidieron por una de tamaño normal, pero de las más baratas.

Pensando los familiares que tendrían que ir cargando la caja hasta un cementerio que estaba a las afueras del pueblo, y por miedo a que un cadáver tan ligero se desplazara dentro del féretro durante el recorrido, lo calzaron con trozos de madera, viruta y bolsas de serrín de la carpintería, porque les sobraba caja por todas partes.

Llegado el momento, cargaron con la caja del pobre Paquito que apenas pesaba treinta kilos, y toda la gente del pueblo se congregó para ver pasar el entierro.

Entonces, el carpintero del pueblo, exclamó: “Paquito abultaba poquito, pero tenía tantas cosas buenas, que hemos tenido que meterlo en una caja más grande…”

El entierro siguió su curso hacia el cementerio, pero con tan mala suerte, que uno de los porteadores tropezó y, después de titubear unos pasos, calló sobre el asfalto arrastrando con él a los demás porteadores y a la caja con Paquito dentro, que se estrelló contra el suelo dejando a la vista a Paquito sentado entre restos de madera y bolsas de basura, cubierto de serrín y viruta y con el ojo bizco abierto, porque no consiguieron cerrárselo cuando falleció.

El cura que iba delante continuó sus rezos diciendo: “Que Dios acoja a Paquito en su seno, porque polvo somos y en polvo nos convertiremos”. Y un vecino replicó: “Usted dirá que es polvo, pero a mí me parece que el amigo Pinocho se está convirtiendo en serrín…”

Un abrazo, amigo, y hasta el martes que viene.

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