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Juan Cruz Ruiz

Testigo de calle

Juan Cruz Ruiz

La felicidad de leer a Luis Landero

Un día de estos fui a ver a un amigo, con el que hablé de libros, y al final de la conversación le dije que no dejara de leer El huerto de Emerson, la nueva novela de Luis Landero que ha publicado, como todas las suyas, la editorial Tusquets. Durante algunos días he llevado conmigo ese libro magnífico, mezclado con otros papeles, en una bolsa negra que tiene esta leyenda por fuera: Lee, sueña… y buenas noches. Como el amigo mostró verdadero interés en el libro, pues ya conoce otras obras del autor extremeño, lo saqué de esta faltriquera con la intención de regalárselo. En el educado forcejeo terminé ganando y cuando ya él tenía el libro (con mis subrayados de lectura, con las pestañas señaladas para recordar elementos que quise destacar mientras iba leyendo), le dije para darle aun más interés al regalo que le estaba haciendo: “Te sentirás como cuando descubriste El extranjero de Albert Camus”.

Es curioso que haya sido esa novela incombustible de Camus la que me vino a la memoria cuando le estaba regalando a mi amigo la última novela de Landero. Por supuesto que le podría haber dicho cualquier otra obra literaria, desde Mientras agonizo de Faulkner a Los adioses de Onetti o la impresionante Pedro Páramo de su compadre Juan Rulfo, pues todas esas novelas, por una u otra razón, están emparentadas con la calidad (musical, narrativa, de escritura de insobornable respeto a las reglas de la literatura) de los libros del autor de Juegos de la edad tardía. Pero me salió de repente El extranjero porque esa fue la primera novela, entre todas las que leí en mi juventud, que me produjo la sensación de plenitud que luego ha sido la marca que han dejado en mi algunos de los grandes libros que he leído en mi vida, desde las poesías de César Vallejo a las novelas de Vargas Llosa, pasando, claro, por Tristes tigres de Cabrera Infante o los Cien años de soledad de Gabriel García Márquez. Eran, como luego serían, por ejemplo, Romanticismo de Manuel Longares o Últimas tardes con Teresa de Juan Marsé. Hubo otros iguales o incluso mejores, estén en mi memoria o hayan abandonado ya ese territorio raro de los libros que se han mezclado con tu sangre de lector, pero en esta lista incompleta hay arquitecturas parecidas, como de casas en las que yo hubiera vivido toda mi vida.

Esa sensación de vivir en casas (aún más, en balcones) la siento, con respecto a los libros de Luis Landero, sobre todo desde que leí El balcón en invierno, donde la vida doméstica, las ensoñaciones que se producen en esa atmósfera cálida en la que parece que la eternidad juega a los dados con la gente, se traslada a tu propio modo de recordar la casa de la juventud hasta hacer que todos los personajes que en este caso expone Landero sean parte de los seres humanos que vivieron en tu propio patio y que no han muerto para ti aunque haga decenios de su desaparición. Esa literatura de Landero, como en esta de El huerto de Emerson que le regalé tan subrayada a mi amigo, tiene la virtud de ser auténtica de principio a fin; aunque él haya incrustado episodios de historia inventada, en todo lo que escribe o susurra parece estar mirando con sus ojos interesados o irónicos, buscando en lo que ocurre algo de lo que ya le ocurrió. Donde alcanza esa dimensión en que todo lo que pasa es real y convincente, aunque sea real e inventado, es en la novela previa a esta que ahora llega a las librerías (que, por cierto, esperan a Landero como agua de mayo). Lluvia fina es una espectacular (qué palabra tan fea para una novela tan hermosa) reconstrucción de una familia que es también un país en la que todo se va derrumbando como se derrumban las paredes de la razón para que entre la locura. Ahora que lo pienso, muchas de las sensaciones (de extrañeza, de locura precisamente, de azar asesino) que guardé de El extranjero las percibí en Lluvia fina, y acaso fue por eso porque mi subconsciente me llevó a decirle a mi amigo que sería tan feliz leyendo El huerto de Emerson como seguramente lo fue teniendo ante sus ojos la novela breve y capital de Albert Camus.

Esta de ahora es una novela que, desde que empieza a delinearse, está destinada a hacerte feliz. Aunque caiga en las desgracias (leves, o graves) de las familias de su tiempo, hasta llegar a este en que disfruta del deseo de una jubilación en la que desea que no pase otra cosa que la lectura o el recuerdo de la lectura, el personaje que es y no es el propio Landero se aprovecha de su larga experiencia de maestro para recuperar los libros que a él mismo lo hicieron y con los que luego instruyó a sus alumnos para convertir todo ese bagaje en una alegría ajena. Lo que en otros hubiera sido una insoportable pedantería, en Landero es sangre pura de la literatura, una mezcla sabia de la experiencia de leer y el riesgo inmenso de vivir. Está el Landero que, cuando era guitarrista, se sorprendía de sus acordes y que, siendo novelista o profesor, se sorprende de lo que se le ocurre mientras se descubre volviendo a visitar, desde Proust a Cervantes o a Chéjov, a aquellos que a él lo instruyeron a hacerse otro mientras leía.

Ese reencuentro consigo mismo mientras busca las sensaciones que le dio la ficción de todas sus edades me recordó a veces un libro inmenso, bello, hipernecesario como un medicamento de asmático, El infinito en un junco, de Irene Vallejo, donde ella y la vida vivida por otros hallan sitio hasta ser pura literatura. Aquí este Landero sabio, de ritmo y de dicción, lo dice para contar cómo dejó de ser niño, aunque no haya podido dejar atrás ese lastre feliz: “Personalmente, a veces pienso que no he superado el drama de dejar de ser niño, y que todo lo que hago lleva la marca de una infancia prolongada en secreto”. Sigue Landero, para la felicidad de quien le lee: “Lo demás, la literatura, la guitarra, la enseñanza, el obligado amor son cosas que he ido encontrando en el camino, tributos y servidumbres impuestos por la madurez”. El niño que fue está ahí, asomando su cabeza, sus ojos grandes, viajando “de polizón” mientras él simula estar a gusto con adultos. Mientras leí este libro (me ha sucedido otras veces con él, con otros) me sentía como si aun estuviera, polizón de mi mismo, leyendo a Camus, a otros, en la mesa de mi casa en cuyo patio me siento ahora también leyendo El huerto de Emerson como si estuviera mirando, frescos, los helechos que había asomando desde la azotea de mi adolescencia.

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