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ANÁLISIS

Celebración de Luis Buñuel

El cineasta cumpliría 121 años la próxima semana . “Sus películas son tan poderosas porque traen el aliento de su época”, escribió Max Aubx

Luis Buñuel se dedicó al cine por la película La muerte cansada (1921), de Fritz Lang. “Por primera vez sentí una especie de escalofrío, una emoción romántica. Me convenció de que el cine podía despertar emociones artísticas”, dijo. Buñuel nació un 22 de febrero de 1900 en Calanda, un pueblo de 3.800 habitantes de la provincia de Teruel (Bajo Aragón). Esta próxima semana cumpliría 121 años.

Para el calandino este verso de Rafael Alberti que restalla como un golpe en el pecho: “Tengo la edad del cine, ¡respetadme!”. Luis Buñuel nació con la invención del cinematógrafo y fue cineasta global antes de que esta expresión existiera haciendo películas muy españolas en las industrias mexicana y francesa. También fue surrealista antes de que los jefes franceses del movimiento autorizaran su ingreso en el grupo. Del surrealismo le atrajo su capacidad para remover lo que llevaba siglos establecido y parecía inmutable, la protesta feroz contra la férrea moral de la burguesía, clase a la que él pertenecía. Nunca abandonó la moral surrealista, como demuestra en sus últimas películas. “Los discursos me hacen huir”, decía. “Para mí el mejor orador es aquel que desde la primera frase saca de sus bolsillos un par de pistolas y dispara sobre el público”.

Excepto cuando adaptó la novela de Benito Pérez Galdós Tristana (1970), Buñuel recorrió sus últimos 15 años de carrera con el guionista francés Jean-Claude Carrière. El parisino fue quien le animó a escribir sus memorias, Mi último suspiro (1982), y las redactó con él. Carrière falleció la otra noche a los 89 años. Buñuel murió a los 83 el 29 de julio de 1983 en Ciudad de México. Había dicho que jamás lo buscaran en México y vivió 37 años allí. Tuvo la oportunidad de volver a España tras el final de la dictadura de Franco en 1975, pero eligió quedarse, temía morirse durante la mudanza.

Pero la patria de Buñuel no es ni México ni España, sino el humanismo que lo guía. “Buñuel se pasó la vida reprochándole a Dios el haber permitido que la sociedad se organizara así”, explicó Max Aub, el amigo que mejor lo celebró. “Soy ateo gracias a Dios”, una de sus dos frases de cabecera, explica su relación paradójica con la religión. La habían escrito antes Carlos Arniches y Pérez Galdós. “Buñuel siempre ha querido salvar a la humanidad, pero la estimaba poco”, opinó Aub. “Cada hombre me parece digno de interés, pero cuando están reunidos, su agresividad queda libre, ejerciendo violencia o sufriéndola”, reflexionaba el calandino. Su película Los olvidados (1950) fue declarada Patrimonio Audiovisual de la Humanidad por la Unesco. Un día Max Aub le preguntó por lo calcado de su método de trabajo para prepararla al que usó Galdós en Madrid para Misericordia (1897), vistiéndose ambos de pobre para recorrer los barrios más marginales y poder retratar mejor la miseria. El de Calanda respondió: “La de Galdós es la única influencia que reconocería -así, en general- sobre mí”.

Para medir el alcance del cine de Luis Buñuel, baste decir que una de las imágenes cinematográficas sobre las que más se ha escrito es creación suya, aparece al principio de su primer filme, el cortometraje de 18 minutos Un perro andaluz (1928): el ojo de la protagonista es cortado por una navaja. Un perro andaluz la hizo posible con el dinero de su madre, para quien Luis fue siempre su debilidad. María Portolés era la bellísima hija del dueño del bar de la plaza de España de Calanda. Su padre, el ferretero Leonardo Buñuel, la señaló para casarse con ella a su vuelta de Cuba, donde hizo una gran fortuna. Ella tenía 17 años, él 43. Establecieron su casa en el mismo corazón de Calanda, enfrente de la iglesia Nuestra Señora de la Esperanza y el ayuntamiento, el lugar donde se celebra la tradicional rompida de tambores de Semana Santa, cuyo atronador e interminable sonido incluiría el cineasta en Nazarín (1959), uno de los mejores finales de la historia del cine. Cuando su padre murió, Luis Buñuel Portolés, primogénito de siete hermanos, se calzó -literalmente- las botas de su padre. Tenía 23 años.

A quien le preguntaba por sus películas, él respondía: “Mi película quiere decir lo que usted quiera, es decir, lo que usted piense que quiere decir”. De carácter seco, algo abrupto y burlón al mismo tiempo, con un sentido un poco agrio del humor, el calandino fue posesivo y celoso. Según su mujer, la francesa Jeanne Rucar, actriz y gimnasta, con quien se casó en 1934, el protagonista de la película Él (1953), un hombre de la burguesía desquiciado por unos celos enfermizos, era el vivo retrato de su marido. Buñuel era pudoroso y precavido. Le interesaba lo imprevisto, los insectos y el buen vino. Creó su propia bebida, los “buñuelonis”, un cóctel a base de ginebra, Martini y Carpano.

Era de complexión fuerte. Valoraba la destreza, la fuerza y la perfección moral, que sabía inalcanzable. Le gustaba el deporte, disfrazarse y gastar bromas. Sentía debilidad por sus amigos. Uno de los mejores, Salvador Dalí, lo traicionó cuando el calandino trabajaba de jefe de documentales en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Nunca más quiso saber de él. A su otro gran amigo, Federico García Lorca decía admirarlo no tanto por su obra, sino por él mismo: “él era la verdadera obra maestra”, aseguraba. Todos fueron compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid, adonde llegó de Zaragoza con 17 años a estudiar primero ciencias naturales, aunque su falta de habilidad con las matemáticas lo llevó a hacer filosofía.

De mayor, le gustaba pararse delante de una tienda de animales cercana a su casa y mirar abstraído largo rato a los hámsteres en sus jaulas mientras fumaba. Quien evoca esto es la escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska, Premio Cervantes 2014. Con ella visitó una cárcel de Ciudad de México y, sin saber entonces quien era, mantuvo un amigable encuentro con Ramón Mercader, el español asesino de Trotsky, a quien odiaba. Buñuel fue comunista sin carnet. Sus ideales fueron menos firmes desde que se conocieron las atrocidades de Stalin en la URSS. “Cuando cierro los ojos, soy anarquista, hasta que los abro”, decía. Era amigo de la revolución, pero también del orden. No le importa la crueldad si sirve a la justicia. Desconfiaba de la solidaridad, odiaba la limosna y detestaba la filantropía.

Esta frase de Max Aub es de las que mejor lo definen: “Las películas de Luis Buñuel son tan poderosas porque traen el aliento de su época”. “Hoy he llegado a ser mucho más pesimista”, escribió el calandino en uno de sus últimos textos, “creo que nuestro mundo será destruido por la explosión demográfica, la tecnología, la ciencia y la información. De todo esto resulta que la angustia es absoluta y la confusión, total. He conocido una época en que la derecha y la izquierda ocupaban posiciones bien definidas. La lucha tenía entonces un sentido”.

Más confesiones del director de La joven (1960), Viridiana (1961), Simón del desierto (1964); Tristana (1970), El discreto encanto de la burguesía (1972), El bruto (1953), Los olvidados (1950), Ese oscuro objeto de deseo (1977), El gran calavera (1949); La edad de oro (1930), Él (1953), Ensayo de un crimen (1955), El ángel exterminador (1962), El fantasma de la libertad (1974), Robinson Crusoe (1954), Un perro andaluz (1928); Diario de una camarera (1964), La hija del engaño (1951); Belle de Jour (1967); Las Hurdes, Tierra sin Pan (1932), La Vía Láctea (1969), Susana, carne o demonio (1951); o Nazarín (1959): “En la creación artística”, decía, “hay que herir, molestar, pisotear los sentimientos del público. No me interesan los genios si no son personas decentes. Y casi todo lo mejor, en arte, lo hacen o lo han hecho los hijos de puta”.

Luis Buñuel defiende el cine como industria porque así multiplica su capacidad transformadora y, además, es la única manera de asegurarse poder vivir de él. Fue el primero en utilizar el cine para exponer su pensamiento, de los pocos artistas que ha intentado plasmar su pensamiento exclusivamente por medio de imágenes pegadas las unas a las otras. “Me convenció de la posibilidad de hacer llegar mi manera de entender el mundo a los demás”, dijo también que sintió después de ver La muerte cansada de Fritz Lang. Como cineasta, Buñuel es poeta y ensayista.

Sobre el cine escribió: “Es capaz de conmover como ningún otro arte. Pero también de embrutecer. La mayor parte de las películas de hoy parecen tener exactamente ese fin. En ninguna de las artes como esta hay un vacío tan grande entre las posibilidades de lo que se puede hacer y lo que se hace”. Y lanzó estos apuntes premonitorios: “El cine me parece un arte transitorio y amenazado. La pequeña dimensión de las pantallas lo falsea todo. Yo quisiera hacer una película sobre el cólera. Quisiera que estallara la epidemia y la gente no pudiera salir de casa”.

El descubrimiento del marqués de Sade fue capital. Esas lecturas juveniles, alejadas del tópico erótico, están más vinculadas al ateísmo, el individualismo y el espíritu transgresor del pensamiento. Sade pasó 27 años en cárceles por su obra literaria. La edad de oro (1930), segunda película de Buñuel, estuvo 51 años prohibida en Francia. El marques de Sade es el inspirador de la otra frase fundamental del calandino: “El pensamiento no delinque”. Cabe subrayar que el propio Buñuel eclipsa esa influencia fundamental en favor de otra que sitúa en primer lugar: la del “gran Galdós”, como le gustaba referirse a él, según me recalcó el propio Jean-Claude Carrière en un encuentro que mantuvimos durante la 67 edición del festival de cine de San Sebastián.

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