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Emilio Vicente Matéu

Memoria y perdón

La perspectiva política y las fechas en las que nos encontramos

se prestan para reflexionar sobre la capacidad de pasar página

Tanto desde la perspectiva política en que nos encontramos, como de las fechas actuales del calendario, nos permitimos reflexionar sobre el significado y alcance de nuestra capacidad de olvidar y perdonar, con el propósito de sintetizar conceptos de tan amplia y honda proyección.

I. Ni olvido ni perdono.

Hace casi cuarenta años asistí al funeral en sufragio de un militar asesinado por ETA; y cuando me acerqué a sus familiares para darles el pésame, uno de los hijos, con el rostro congestionado por el dolor y la rabia, me respondió: Ni olvido ni perdono. En esos momentos me pareció una reacción lógica por encima de otras convicciones personales; Hoy desconozco cómo habrá evolucionado el mundo interior de aquella persona.

Algunos acontecimientos puedan ser tan determinantes en nuestra vida que no resulta fácil encauzarlos hacia el olvido; las más de las veces confiamos en que el paso del tiempo remediará tanto dolor: El tiempo todo lo cura, menos vejez y locura, dice un refrán. Pero nosotros somos conscientes de que no siempre es suficiente el paso del tiempo si no concurre también un acto decidido de voluntad.

Pero comencemos por el asunto del olvido, que no siempre está relacionado con el propio deseo, aun cuando haga referencia a las facultades de la memoria en la que podemos distinguir distintas fases y niveles; a ello nos referimos así, de manera algo liviana que quizás mereciera más precisión según los estudios actuales.

Reconocemos nuestra memoria consciente que nos permite tener actualizados determinados asuntos: impactos de gravedad relevante; experiencias concretas según la cercanía en el tiempo de los acontecimientos; o la presencia de ideas obsesivas que no logramos evitar. Esta memoria puede reforzarse desde nuestra voluntad para actualizar lo que no deseamos olvidar, siendo conscientes de que esta actualización de los hechos viene acompañada por los sentimientos asociados a ellos.

Por otro lado está nuestra memoria inconsciente. La mayoría de cuanto aprendemos permanece almacenado en nuestro interior, y sólo espera la actitud de hacer memoria para recuperar recuerdos, siempre de forma selectiva, tal como hacen los estudiantes ante un examen; o bien aparecen de manera asociada a las rutinas del día a día, o cuando nos empeñamos en tener algo presente en nuestra memoria.

Por último, está nuestra memoria subconsciente, referida a los actos o hechos reprimidos u olvidados por el paso del tiempo o por algún mecanismo psicológico, que solo afloran, y no siempre, mediante técnicas clínicas (hipnosis, asociación libre de palabras y técnicas proyectivas), o se manifiestan de forma involuntaria en actos fallidos o circunstancias peregrinas asociadas. Este tipo de almacenamiento puede reflejarse en el comportamiento ordinario y aun en determinadas patologías de la conducta.

Cuando nos empeñamos en no olvidar, nuestro esfuerzo se centra en tener presente el recuerdo de aquellos actos. Y esa actualidad de nuestros recuerdos, como decíamos, también actualiza los mecanismos emocionales asociados a ellos: dolor, rabia, odio… como también amor, gratitud, respeto, según sea el carácter de dichos recuerdos.

Refiriéndonos al recuerdo de los hechos que nos han herido, el actualizarlos en nuestra consciencia inmediata o el empeño por no olvidarlos, no resulta gratis para nosotros. Pueden provocar distintas reacciones que actúan como arma de doble filo: porque mantienen en tensión negativa hacia quienes generaron el supuesto daño, y porque se vuelven contra el ofendido ahondando las heridas internas que aquellos sucesos abrieron en su vida. A partir de ahí, ese recuerdo anclado en la memoria llega a convertirse en una especie de tumor cuya metástasis puede invadir hasta lo más recóndito de la persona, salvas siempre las diferencias individuales de cada uno.

Desde el punto de visa psicológico, provoca consecuencias emocionales que afectan al estado de ánimo generando una sensación perversa y negativa sobre la propia vida y sobre la sociedad, que puede ocasionar la pérdida de la paz interior, tan necesaria para una vida equilibrada. Ello con la sensación de que no será posible el descanso hasta alcanzar el objetivo final de ese odio que tensa los deseos, y que puede conducir a estados depresivos, trastornos mentales, y aun extremos de desesperanza.

También en el ámbito fisiológico tiene su repercusión, manifestándose en el aspecto físico, que podrá ir mutando la expresión del rostro o el perfil del cuerpo, con signos de agresividad, dureza o decaimiento, e incluso en otras posibles patologías de la alimentación o el sueño, con todo en lo que de ello conlleva.

Pero como la vida está estructurada desde la convivencia social, familiar, laboral, etc, esta convivencia también podrá verse afectada, bien contaminando a otros con los sentimientos negativos propios, bien abriendo fosos más o menos insalvables en las relaciones, abocando la destrucción de lazos familiares o de amistad tan necesarios para el ritmo equilibrado de la vida.

Y todo ello sin entrar en otra dimensión quizás mucho más relevante para algunos, aunque menos sensible para otros: el nivel espiritual. Ahí provoca verdaderos estragos, ya que estos sentimientos resultan incompatibles con casi todos los credos. Aunque esto merecería una reflexión desde una óptica distinta.

Cuando una persona o sociedad opta y proclama con énfasis aquello de “ni olvido ni perdono”, también asume las consecuencias que de ello se derivan, aun cuando estas nos marquen para siempre; consecuencias cuya dimensión variará según quién las vivencie. Y si la decisión es mantener vivos en la memoria determinados recuerdos que reclaman respuestas contundentes a la supuesta medida de la ofensa recibida, y ello en aras posibles deseos de justicia, venganza, o compensación de daños, es bueno ser conscientes de que habrá que asumir sus consecuencias porque, como decíamos, todo ello exigirá pagar un precio que no se podrá evitar.

II. Perdono pero no olvido.

Constituye una cierta contradicción el enunciado, por cuanto quien se empeña en recordar, está dando cauce a los sentimientos negativos que se generan en nosotros, salvo que en ese “no olvido” refleje la imposibilidad de desligarnos de esos recuerdos.

Se produjo un estremecimiento mundial el 13 de mayo de 1981, cuando el turco Mehmet Ali Ağca disparó contra el papa Juan Pablo II. Días después, desde la clínica, el Papa confesó: “Rezo por el hermano que me ha disparado, a quien sinceramente he perdonado.” Este perdón se evidenció en la entrevista que mantuvieron ambos en el centro penitenciario. En 2014, Ali Ağca acudió a San Pedro con dos docenas de rosas blancas para depositarlas sobre la tumba de San Juan Pablo II, haciéndose así realidad el milagro de convertir las espadas y las lanzas en arados y podaderas (Is. 2,4).

Hermosa historia de amor en el perdón. Pero el perdón no es cosa de uno. Una persona puede estar abierta a perdonar, pero es necesario que exista otra persona receptiva al perdón, con el empeño de reedificar la vida sobre la base de ese perdón que reconoce, acepta y agradece como regalo generoso. Y esa actitud ha manifestarse a través de signos inequívocos y reconocibles.

Entiendo por perdonar la decisión de seguir comportándonos con quienes han generado su acción ofensiva, como si eso no hubiera ocurrido. Y una vez consumado el perdón, ejerce una increíble fuerza terapéutica en ambas partes: en quien generosamente lo da como en quien humildemente lo recibe.

Actúa en quien perdona, porque con solo ser conscientes de que se es capaz de ejercer el perdón, ya aporta a la persona un funcionamiento más equilibrado; y es comúnmente admitido que las personas abiertas a perdonar son menos propensas a padecer ansiedades, depresiones o efectos negativos de los distintos traumas. Esta es una de las fortalezas de nuestra civilización cristiana.

Y actúa en quien es perdonado porque, al ser consciente del mal ocasionado y del perdón recibido, se libera en gran medida del sentimiento de culpa y de gran parte de las posibles repercusiones físicas, psíquicas y sociales que pueden haberse generado en la propia persona. Y ello sin entrar en el ámbito espiritual donde, según la religión, descansa la garantía de la posible felicidad, ahorra como siempre.

En síntesis, podríamos decir que si el odio tiene la capacidad de generar una fuerza corrosiva y destructiva en todas las direcciones, el perdón posee una capacidad regeneradora de gran alcance.

Pero está claro que quien otorga el perdón lo puede hacer desde su opción personal de generosidad, convencimiento, o incluso interés propio por el efecto positivo que genera en él mismo. Mas para quien lo recibe, no ocurre de manera automática. Dentro de la religión católica se articularon una serie de pasos como condición necesaria para recibir el perdón. Siguiendo ese criterio, definimos el siguiente proceso: es necesario analizar la propia conducta de manera sincera, teniendo como referencia criterios éticos o morales; y reconocer el daño causado; y que exista un sentimiento real por el mal ocasionado; y empeñarse de manera efectiva en que esos hechos no vuelvan a producirse; y pedir el perdón; y estar dispuestos a restituir el mal ocasionado. Si no se cumple el proceso, podremos hablar de otra cosa, pero no de perdón en toda su profundidad.

Estamos ante un tema sumamente complejo, difícil y por desgracia no demasiado abundante, tanto por la gran dosis de generosidad necesaria por una parte, como por la no menos grande de humildad, por la otra. Y si apuramos un poco más ahondando en la raíz de los sentimientos que están a la base de todo, estamos ante un proceso muy difícil sin la capacidad de ejercer el amor real hacia uno mismo y hacia los demás, así como la de valorar ese amor y estar dispuestos a responder al mismo de idéntica manera.

¿Ni olvido ni perdono? ¿Perdono pero no olvido? Dilema no siempre fácil de responder tanto a nivel individual como social, pero que, lamentablemente, a veces se aborda con demasiada frivolidad.

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