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Lamberto Wägner

Tropezones

Lamberto Wägner

Lujo II

Hace ya un tiempo escribí en esta columna unos renglones sobre el concepto del lujo, condicionado principalmente por la libertad (de movimientos, económica), la exclusividad (de espacio, silencio, intimidad) y el bienestar (salud física y mental, meteorología benigna).

Aprovechando un cónclave familiar pasaba revista a lo que constituía el lujo para los distintos miembros, coincidiendo más o menos todos, dentro del carácter obviamente subjetivo de los mencionados condicionamientos.

Pero hete aquí que regalándonos mi mujer y yo, con ocasión de un aniversario, un fin de semana de lujo en un establecimiento hotelero del sur, caracterizado por la serenidad del entorno y su cuidada gastronomía, quisimos compartir dicho privilegio con un íntimo amigo nuestro. Al residir cerca del resort le invitamos a disfrutar del extraordinario desayuno que se nos brindaba cada mañana: un pantagruélico bufé con minifogones abasteciendo de manjares recién cocinados a cargo de chefs que a su talento gastronómico unían dotes de malabaristas para atender sin esperas a los famélicos clientes. Y cual fue nuestro asombro, al tomar asiento nuestro amigo, y constatar que sólo se servía una pieza de fruta, medio excusándose de su desinterés “por haber ya desayunado”. Algo molestos, todo hay que decirlo, por tal aparente displicencia, insistimos sobre tan chocante indiferencia, aclarándonos nuestro invitado que en cierto modo “no era amigo del lujo”. Hurgando un poco más en las motivaciones, pensamos si no sería el “síndrome de los niños pobres”. Ya saben, la palanca que utilizaban ya nuestras madres para que nos termináramos de una vez la papilla: “Piensa en todos los niños pobres de Africa que no tienen para comer”. Pero no. Al final se evidenció que nuestro amigo consideraba casi una afrenta nuestra gula, en presencia de un personal medio esclavizado, condenado a atendernos tan solícita y sacrificadamente. Paradójicamente si por algo se caracterizaba la política de la dirección, que por amistad conocíamos muy de cerca, era un exquisito trato de un personal cuidadosamente seleccionado. Valga como botón de muestra que coincidiéramos en una cena en el mismo hotel con uno de los camareros, que compartía la mesa contigua con toda su familia, otra de las afortunadas iniciativas para integrar al personal en el común proyecto hotelero. En resumidas cuentas, estábamos en presencia de una actitud recurrente en nuestra sociedad, la de “a expensas de”. Una desafortunada actitud que en ciertos círculos es casi un mantra. Los empresarios ricos “a expensas de” unos trabajadores explotados, una educación privada ávida de beneficios, “a expensas” de impartir una educación deficiente, unos rendimientos de las compañías aéreas “a expensas” de la seguridad de sus pasajeros, y así sucesivamente. No quisiera pecar de iluso pues soy muy consciente de tantos abusos en los estamentos de nuestra sociedad, y no sólo en los privados, cuidado. Pero mucho me temo que este enfoque, más que por derechos vulnerados, tenga que ver (y no hablo aquí de mi amigo, oiga) con la envidia, el rencor por la excelencia ajena o la propia incompetencia a la hora de crear o de innovar.

No quiero entrar en casos concretos, pero ¿verdad que es más fácil, a la hora de valorar en un personaje la riqueza creada, el número de empleos generado, las aportaciones a las arcas públicas o sus donaciones a fondo perdido, poner la lupa en su provocador pedazo de yate?

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