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Olga Merino

Punto de vista

Olga Merino

El atasco descomunal en Suez

Uno de los síntomas de nuestro tiempo es la prisa, la ansiedad por llegar antes a ninguna parte. Aun cuando el atasco colosal en el puerto de Suez ha durado a la postre seis días, algunos de los barcos varados en el canal –los de mayor tonelaje, los que podían seguir sin necesidad de repostar– decidieron dar marcha atrás y circunnavegar el continente africano por el cabo de Buena Esperanza para no retrasar su llegada a destino, si bien el cambio de ruta alarga la travesía unos diez días. La cuestión es acelerar el tiempo, desquiciarlo, comprar, vender, volver a cargar el buque.

Todavía en la primera revolución industrial, los barcos de vela solían tardar tres meses –día arriba, día abajo– en completar la singladura desde la India, la perla del imperio británico, hasta el estuario del Támesis, en un tiempo en el que clípers de tres mástiles competían en el Tea Derby para ver cuál de ellos servía antes, en las mesas de Londres, las primeras hojas del té de la nueva cosecha, embarcada en el puerto chino de Foochow. Aunque Gran Bretaña, la principal potencia marítima de entonces, estaba a por uvas cuando se inauguró el canal de Suez en 1869, la apertura de aquella obra de ingeniería faraónica supuso un triple salto en la globalización de la economía. El acontecimiento del siglo. Un eslabón más en la cadena de la segunda revolución industrial, la de la producción en masa. Poco después, a través del primer ministro Disraeli, Gran Bretaña se hizo con el control del canal, comprando las acciones al arruinado pachá de Egipto con dineros de los Rothschild.

Ahora, creo, estamos en la cuarta revolución, y por la vía que une el mar Rojo con el Mediterráneo transita el 12% del comercio planetario, unos 50 cargueros al día. Y en barcos cada vez más grandes. El Ever Given, el que se quedó embarrancado entre los diques como una espina en la garganta, mide 400 metros de eslora y pesa 220.000 toneladas. Algunos de estos portacontenedores han adquirido unas dimensiones tan exageradas que no pueden navegar siquiera por el otro gran pasaje, el canal de Panamá. Argumentan quienes saben del asunto que el furor de los armadores por construir estos navíos mastodónticos comenzó hace dos décadas con el fin de transportar muchos más productos de una sola vez, abaratando el gasto en combustible y tripulación, cuyas condiciones de trabajo se parecen bastante a las del tiempo de Dickens y la navegación a vela. Y a todo esto, ¿qué trasportaban los buques atorados en Suez? Pues de todo un poco: componentes para coches, biodiésel, muebles de Ikea, té, café, madera de roble francés transformada en China, leche de coco y… ganado vivo. ¿No estaba la apuesta en el kilómetro cero? ¿No habría que simplificar y acortar las cadenas de suministro? ¿Qué implica el transporte en estos megabarcos en medio de una pandemia y con la economía estancada? El portacontenedores atascado es una metáfora del momento, un trombo que obtura las arterias de un sistema voraz y sobresaturado.

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