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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Reconocer el sufrimiento

Hay un rostro de la realidad que sólo se percibe en sus extremos. Francisco de Asís lo llamaba minoritas. Ser menor significa empequeñecerse ante los demás y acudir presuroso allí donde se manifiesta la extrema necesidad, allí donde nadie más quiere ir. La minoritas nos recuerda el vínculo entre la humildad y la pobreza de aquellos que optan por vivir en los márgenes de la sociedad sencillamente para servir. No se trata de aquella marginalidad que con su violencia degrada al hombre, sino de otra que –al no tener nada suyo– se convierte en cuidado de los más necesitados. Por decirlo con las palabras de la poeta rusa Marina Tsvietáieva, en la minoritas se aprende a “reconocer el sufrimiento de las cosas”: un dolor que muy a menudo pasa desapercibido; a veces por el ajetreo de la vida, a veces por ignorancia, a veces por algún tipo de ceguera, ideológica o de poder.

Etti Hillesum, por ejemplo, fue una joven enfermera holandesa que se ofreció voluntaria en la II Guerra Mundial para ir a los campos de extermino alemanes y compartir su destino con el de millones de hermanos suyos. Sus cartas y su diario reflejan el cambio de mirada a lo largo de aquellos meses, los últimos de su vida. “He partido mi cuerpo como el pan –escribió– y lo he repartido entre los hombres”. Simone Weil sería otro ejemplo, una filósofa francesa que puso su vida al servicio de los humillados de la historia y se dejó morir de hambre en Londres en solidaridad con las víctimas del nazismo. Otra mujer que condujo su vida hasta los márgenes fue santa Catalina de Siena, nombrada Doctora de la Iglesia por el papa Pablo VI. Leemos en su biografía que cuidaba a una anciana, enferma de un cáncer terminal. Sus heridas se habían abierto y un olor infecto a pus inundaba la habitación de la moribunda. Nadie quería acudir a cuidarla y a lavarla. Sólo una joven llamada Catalina, dominica terciaria, hija de un tintorero de la ciudad de Siena era capaz de hacerlo. Un día, no resistió más el hedor y sintió las arcadas que preceden al vómito. Maldijo su cuerpo por faltar a la caridad hacia la enferma: “¿Conque tú te asqueas de esta hermana tuya, como si tú nunca pudieras ser presa de una enfermedad semejante o quizá peor?”. Y, a continuación –nos cuenta su biógrafa, la nobel noruega Sigrid Undset–, “llena de ira contra su propia carne flaca, tomó la jofaina, que estaba llena de agua y pus” y se bebió su contenido hasta que logró dominar su repugnancia.

Desde luego, se trata de ejemplos extremos. Tsvietáieva –lo he dicho antes– se refería al gran “don de reconocer el sufrimiento de las cosas”: una mirada a la que no se llega desde el centro habitual de la vida, sino sólo desde sus márgenes. Una mirada, diríamos, que se fija en la verdad sufriente de la humanidad y pone su eje, no en la autolástima, ni en el victimismo, ni en el egoísmo, ni siquiera en las propias seguridades, sino en el consuelo y la compasión. Se diría que, sin algún tipo de experiencia humana de la minoritas, vivimos inmersos en una realidad falsa, una realidad que termina por destruirnos.

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