La Provincia - Diario de Las Palmas

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Lo que el viento no se llevó

Como en el famoso poema If, de Rudyard Kipling, que infunde ánimos para reinventarse desde el vacío, y vacunarse de indulgencia contra la adversidad (“…sin que te creas, por eso, ni demasiado bueno ni demasiado cuerdo”), Claudio Utrera se tiene muy bien aprendido que ningún talento sobrevive sin la perseverancia del día a día. Tan escaseante y necesario en lares en que tantísimos proyectos luminosos se va tragando la marea, él, Claudio, ha mostrado ser un crítico y un gestor cinematográficos de inagotable incidencia acumulada.

“¡Persistid, es la orden!”, concluye el poema del Premio Nobel anglo-hindú, cuya mención me llega tal vez por asociación con su compatriota Kabir Bedi. Sí: de no haber sido por la maldita transpandemia (que, por ejemplo, ha retrasado un año este reconocimiento, y que cercenó de cuajo aquellas reuniones de cineclub entre amigos en el salón de su casa, con centenares de películas por las paredes, algunas de versión inencontrable), habría titulado estas líneas, más festivo, La noche en que cenamos con Sandokan, es decir, con el actor Kabir Bedi, es decir, en persona, el venerado “tigre de Malasia” que nos echaban por la tele de la infancia.

Fue en una de aquellas primeras ediciones, cuando aún caía un maná que visto desde hoy parece un espejismo y un milagro, y más continuo, desde luego, al alborozo de la noche de Las Palmas desde treinta años antes, que a las forzadas deserciones austeras de los últimos lustros. No era un espejismo ni un milagro, sino –tuve ocasión de comprobarlo- un curro insomne y vertiginoso.

Mientras conversas con el sonriente Bedi, que conserva intactos la belleza del rostro juvenil, de verde mirada y pelo largo, pese a que era ya un avezado sexagenario productor de la industria Bollywood, te empiezas a preguntar si el verdadero Sandokan no será ese anfitrión canario de al lado, residente perpetuo en una casa de alquiler junto al Parque Santa Catalina, que, año tras año, echa a andar esta pesadísima y ardua maquinaria con un temple sobrehumano. Faltan menos horas que las que duerme un gallo de pelea para recibir impoluto, en el hall del hotel, a otra estrella, tal vez henchida de caprichos de última hora. Visualizando películas y estrechando manos, en sesión continua, aquí no hay pabellón recreativo que valga; sino que hay que arremangarse para sacudir la alfombra roja cada tarde. Las horas y las jornadas (¡y las ediciones!) se suceden intensas y también tensas, habiendo de resolver, con modales de ‘crupier’ y a uña de caballo, cualquier traspiés y contratiempo.

Hay sólo un intervalo de cinco minutos entre dejar de presentar a un cineasta en el Auditorio o en Las Arenas, y personarse a moderar una mesa en Vegueta. Pero, eso sí, el gestor no debe fagocitar al crítico. No hay distingos entre el celuloide y su estela literaria, y se multiplican las ediciones y homenajes a ese vínculo, como el Galdós de Buñuel, profusamente tratado en la primera edición, por el centenario del nacimiento del cineasta aragonés. O, desde un banco de Triana, se trae en volandas al poeta Leopoldo María Panero, a presidir la mesa de la proyección de los caníbales documentales sobre su saga familiar.

En el imaginario del crítico-gestor, lo friki novedoso no quita lo clásico elegante, del mismo modo que el rigor no debe excluir el calor de las aproximaciones con cartuchos de roscas. Como en sus textos, ningún famoso es sacrosanto de una vez por todas por el sólo hecho de poseer una mansión en Beverly Hills, y, cribando de la morralla pepitas de oro, hay que superar, fotograma a fotograma, los prejuicios sobre la salmuera del cine que durante décadas se llamó la “españolada”. En un mismo coso del Festival, de cuyas inauguraciones y clausuras se hacían eco los medios de difusión nacional, convivían, por ejemplo, la belleza felina y sobrenatural de Sofía Loren y los exabruptos de Mariano Ozores; la sensualidad ovalada de Jacqueline Bisset y las carcajadas seductoras de Juan Luis Galiardo, o se codeaban con naturalidad Concha Velasco y Geraldine Chaplin…

En efecto, los buenos modales del gestor no solaparon jamás al crítico, quien, con dos bemoles, llegó a rechazar sin ambages la inclusión inaugural de una película que se le imponía desde su macrofinanciero y arbitrario Gobierno de Canarias, sencillamente por “no tener la calidad suficiente”; y, haciendo gala del verso del clásico -“madrasta de los hijos propios y madre de los extranjeros”-, aprovechó el envite de su denuncia de aquel elefantiásico despilfarro para llamar a financiar a cineastas canarios de probada calidad.

Frente al manido recurso, en fin, de que veinte años no es nada, como pregona el tango con demasiado atajo, mucho más propicio resulta hoy el sutil aforismo del personaje de Ingmar Bergman: “Un minuto es una eternidad. Ahora empieza uno…”. Eso, y el ineludible refuerzo del lema de Kipling –o del propio Utrera o de Sandokan-: “¡Persistid, es la orden!”.

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