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Juan Fernando López Aguilar

Desde las distancia

Juan Fernando López Aguilar

La II república española en su 90 aniversario

Este 14 de abril de 2021 se han cumplido 90 años de la proclamación de la II República española. Es una efeméride redonda, cada vez más próxima al ciclo completo de un siglo desde una de esas contadas fechas que han causado estado en la historia de España. Y más adelante este año, el 9 de diciembre, se cumplirán 90 años de la entrada en vigor de la Constitución de 1931 (CR 31), un hito español y europeo, cuyo interés se acrecienta con el transcurso del tiempo.

Se encuadra en el ciclo del Parlamentarismo constitucional que trae causa de la Constitución de Weimar de 1911 y de las Constituciones austriaca y checoslovaca de 1920, en una secuencia que es sustrato de la construcción teórica de del “parlamentarismo racionalizado” (forma de gobierno sujeta a Derecho en la que el poder legislativo del Parlamento está limitado por la fuerza normativa de la Constitución), explicada en el clásico de B. Mirkine Guetzévitch (1932). A su vez, la CR de 1931 inspiró determinantemente a la italiana de 1948 y a la española de 1978, a punto ya de superar a la de 1876 como la de más larga vigencia ininterrumpida de nuestra historia.

Como atestigua nuestra retina colectiva, la II República tuvo un advenimiento pacífico e incluso jubiloso, vinculado a la interpretación de los resultados de las elecciones municipales en las principales ciudades. El precedente episodio martirial de los capitanes Galán y García Hernández (la “sublevacion de Jaca” de 12 de diciembre de 1930, que derivó trágicamente en su inmediato fusilamiento) revistió de un destello de épica lo que la historiografía explica como un desmoronamiento de lo que todavía restaba en la decadente monarquía de Alfonso XIII y de la entera obra de la Restauración canovista (1874) hasta la dictadura del General Primo de Rivera (1923/30).

Pronto se constituyó una Comisión Jurídica Asesora (presidida por A. Ossorio Gallardo, de la que formó parte el viejo maestro del Derecho público A. Posada) cuyo proyecto de Constitución preservaba el bicameralismo. Pero, tras las elecciones de junio de 1931, las Cortes ya republicanas, presididas por el profesor Julián Besteiro, encomendaron a su Comisión constitucional la elaboración de un texto marcadamente rupturista con el contexto del que procedía, con un Parlamento unicameral, profundamente innovador, con hondo compromiso social, calificado “de izquierda” por el también catedrático socialista que presidió su redacción, Luis Jiménez de Asúa. En la agitada peripecia constitucional española, sólo la de 1812 había apostado por unas Cortes unicamerales (el antecedente republicano de 1873 no llegó a entrar en vigor). Las Cortes republicanas, Congreso de los Diputados, dieron lugar a un Parlamento pluralista y fragmentado (todos los Gobiernos, en sus tres legislaturas cortas y abruptas, fueron de coalición), llamativamente numeroso (de 470 a 496 escaños, con un número final variable en dependencia del censo y la participación), elegidos con un sistema electoral complejo (sobre la base de la Ley de 1907 y la Ley electoral de 1933, que completó por primera vez el sufragio universal femenino, desde los 23 años), a dos vueltas en dos tipos de circunscripción plurinominal (ciudades de más 100.000 habitantes y provincias).

Pero, más allá de las consideraciones técnicas, la CR 31 exhibió con impactante fuerza sus características políticas y sociales más innovadoras, impugnadas desde el principio por las fuerzas de la reacción antirrepublicanas. España se situaba, como sujeto constituyente, en la vanguardia del constitucionalismo europeo con una Constitución escrita, extensa (125 arts.), normativa y jurisdiccionalmente garantizada (recurso de amparo y garantías constitucionales), proclamándose como una “República de trabajadores de toda clase” (base del art. 1 CI 48: “Repubblica fondata sul lavoro”). Desde el cambio de bandera hasta la afirmación de la laicidad y la estricta separación Iglesia/Estado, tan rompedora con la tradición española (arts. 4, 26 y 48), pasando por los derechos de contenido social y económico y por el principio de “Estado integral” y la autonomía superadora de la dialéctica entre unitarismo y federalismo. Pero sobre todo apostando por primacía de la Constitución, con un Tribunal de Garantías Constitucionales (TGC) y una reforma compleja y agravada de la CR 31 (Título IX), que incluía doble mayoría (previa disolución y nueva elección) para su ratificación.

No cabe duda de que la CR 31 fue en su momento pionera e, inevitablemente, polémica y controvertida, como expresó el filósofo constituyente Ortega con su “no es esto, no esto”. Con visión retrospectiva pueden examinarse los “defectos” sobre los que escribió el Presidente Alcalá Zamora: No fue una Constitución expresiva de un consenso, como emblemáticamente pusieron de manifiesto su tratamiento de la cuestión religiosa (disolución de órdenes religiosas, sujeción a la ley del Estado, nacionalización de bienes y prohibición de ejercicio de la enseñanza) y la cuestión territorial (la autonomía que no logró desactivar la deriva del separatismo catalán).

Especialmente problemática resultó la conexión de la Presidencia de la República (elegida por las Cortes y un Colegio de igual número) con un Congreso fragmentado y multipartidista. El poder de disolución (que Alcalá Zamora practicó dos veces, en 1933 y 1936) resultaba revisable y enjuiciable por las nuevas Cortes electas (art. 81 CR 31), lo que en la práctica derivó en la remoción de su primer Presidente y su sustitución por Manuel Azaña, hasta entonces jefe de Gobierno. El TGC manifestaba, además, gruesos defectos congénitos (Presidentes del Tribunal de Cuentas y del Consejo de Estado; 2 representantes del Congreso, 1 por región, 2 de los Abogados y otros 4 por las Universidades), por lo que tanto su composición como su incipiente jurisprudencia (Ley Catalana de Contratos de Cultivo, 1934) resultaron un factor clave en la abrupta erosión de su experiencia. Por su parte, tres regiones plebiscitaron su Estatuto de Autonomía (Cataluña, 1932; País Vasco, 1936; Galicia, 1936), aunque su decurso resultó agitado y problemático (los hechos de 1934 impusieron, lamentablemente, un antes y un después sin retorno en el devenir de la II República).

Y, sin embargo, con todo, pese a los lugares comunes acerca de su destino trágico, la de la CR31 no puede despacharse sin más como una experiencia “frustrada”. Persiste hasta hoy el debate sobre las diferencias entre la monarquía parlamentaria y la república presidencial y parlamentarizada, así como la comparación de sus ventajas y desventajas. Pero si se trata de evaluar sus enseñanzas, las más aprovechables se condensan con toda seguridad en la CE de 1978: no repitió los mismos errores, aunque ensayó otros inéditos; su memoria gravitaba sobre los constituyentes de la Transición, con un mejor tratamiento de los derechos y libertades, de la Constitución económica, de la cuestión autonómica, de las garantías de la Constitución normativa y de la “racionalización” del parlamentarismo, incursionando en el paradigma del “parlamentarismo estructurado”: constitucionalización de las bases del sistema electoral; parlamentarismo reglamentado e intensamente grupocrático; relaciones Parlamento/Gobierno; control parlamentario; continuidad del Parlamento (Diputación permanente); cuestión de confianza y moción de censura constructiva; potestad de disolución; Tribunal Constitucional y reforma constitucional.

90 años después, la CR 31 continúa reclamando una evocación detenida, respetuosa, seria, tanto en su evaluación como en su exposición a la crítica. Y sigue siendo la clave desde la que comprender mucho de lo que aprendieron las constituyentes que abrieron paso a la Constitución de 1978, vigente tras más de 42 años de democracia.

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