La Provincia - Diario de Las Palmas

La Provincia - Diario de Las Palmas

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

Vicente Saavedra

El arquitecto es un animal artístico muy extraño que sueña con vivir ininterrumpidamente en y para el espacio. Especialmente en países salvajes y esquinados como el canario. Incluso en el imaginario cultural convencional el arquitecto es una figura silenciada y sin sombra. No hay arquitectos entre los galardonados con el Premio Canarias, por ejemplo. Son a la vez artistas y tecnólogos y, por tanto, padecen la desconfianza de ambas tribus. Por lo demás dependen estructuralmente de un mercado cruel y brutal. A un cuentista le basta una hoja de papel, a un músico una guitarra o una voz, a un pintor colores, hollines, tierras. Un arquitecto es un creador que no puede crecer, ni expresarse, ni satisfacer su proyecto encastillado magníficamente en su soledad. Puede haber poetas, pintores o escultores que no salen de su torre de marfil o de plastilina. Arquitectos solitarios, no. Están condenados a ser el centro de un comprometido conjunto de mediaciones sin las cuales no podrían hacer nada. Están condenados a ser entendidos.

La arquitectura, en Canarias, siempre ha sido y sigue siendo una labor heroica. No, desde luego, la construcción de colmenas y cajas de zapatos para hacer caja rápidamente; no la autoconstrucción en las costas y las medianías, con escaso o nulo contacto con la hermosa, austera y funcional arquitectura tradicional. Por poner un ejemplo, hace veinte años se decidió o permitió en la expansión espacial de la zona de Cabo Llanos, en Santa Cruz de Tenerife, una monstruosidad arquitectónica ordinaria, zafia, y repetitiva. Puedes tener un auditorio diseñado por Santiago Calatrava pero perpetrar, a 200 metros, un bodrio constructivo de docenas de bloques impersonales y grimosos: lo propio de políticos y técnicos que ignoran que el urbanismo, sin auténtica arquitectura, sin reflexión y acción arquitectónica, solo es una agresión organizada contra la vida colectiva.

La carrera de un arquitecto con talento decidido a no deshacerse del mismo suele ser un riesgo en todas partes; en nuestras ínsulas baratarias a veces se antoja una voluntad de suicidio. El arquitecto debe tener el talento de adaptar creativamente su talento a lo que demandan sus clientes. Acaba de morir Vicente Saavedra, un ejemplo perfecto de sentido del riesgo, compromiso con la modernidad y la calidad, rigor constructivo, convencimiento de que la arquitectura posibilitaba una visión del mundo más libre y una vida más luminosa y feliz. Saavedra y Javier Díaz-Llanos –un equipo indestructible– crearon y se metieron en berenjenales terribles a partir de los años sesenta del pasado siglo para que los encargos que conseguían se adaptasen a los que querían proponer, experimental, materializar. O viceversa. El hormigón armado ya no fue un esqueleto invisible, sino una piel hermosa, ligera, resistente. Los arquitectos no tienen un estilo, sino procedimientos en expansión. Asombra la adaptabilidad de un talento inventivo lleno de soluciones renovadas y matices para lo que se demandaba desde una sociedad que comenzaba a crecer económicamente al calor del turismo y los servicios. Atentos a la naturaleza y el entorno, desde luego, pero libres del corsé de la identidad, rompiendo sin estridencias, casi despreocupadamente, con el pasado oficialista y el pasado vanguardista. La identidad la podemos y debemos construir cada día, también arquitectónica y urbanísticamente.

También ocurre siempre con los arquitectos que nos gustan, los que nos hacen felices, los que nos permiten dialogar con el espacio y la luz gracias a nuevos lenguajes y procedimientos, que nos saben a poco. Quisiéramos más de Saavedra y Díaz Llanos. Como si no hubieran hecho bastante.

Compartir el artículo

stats