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Realidad imaginaria

Ordena tu biblioteca

El primer lumbreras que dijo que “el saber no ocupa lugar” no ha sufrido la desgracia de tener que ayudarme con una mudanza. Mis amigos, que han cargado mis cajas de libros en más de una ocasión, estarían encantados de aclararle un par de cositas mientras se masajean sus maltrechos riñones.

En la semana de Sant Jordi, cuando todo el mundo compra nuevos tomos, la cosa se hace más evidente. En las librerías de muchos lectores reina el miedo. Corre por sus anaqueles el rumor de que podría tomarse la decisión letal, de que Pol Pot podría poseer el rumbo de la colección y decretar la regla más temida: entra un libro, sale un libro.

Quizá, para no llegar a decisiones tan drásticas, podamos recurrir al orden. Marie Kondo no tiene voz aquí: su criterio minimalista sirve para almas higienistas con corazón de Excel. Aquí preferimos otros recursos menos estrictos, como los que nos da el oportuno Cómo ordenar una biblioteca, de Roberto Calasso, que acaba de editar Anagrama.

Según el intelectual italiano, existen varios criterios: geológico (por estratos sucesivos), histórico (por fases y caprichos), funcional (en relación con el uso cotidiano de ese momento) o técnico (alfabético, lingüístico, temático).

Todos hemos ordenado siguiendo varias de estas fórmulas. Una biblioteca, como un bosque, es por definición cambiante, o “nada distinguiría la librería de unos grandes almacenes, excepto una menor rentabilidad”. Una biblioteca habla de quien la posee, no solo por los títulos que atesora (y, más importante, los que descarta), sino por cómo habitan las estanterías. Incluso dentro de cajas, como en esas eternas mudanzas Tourmalet, son un autorretrato.

Hasta el criterio más pragmático puede deparar parejas improbables y fascinantes. Un orden alfabético, por ejemplo, pone a conversar en la estantería a Voltaire y a Vonnegut, a Balzac y Baroja, a los Mortadelos de Ibáñez con los clásicos de Henry James. Pero la gran conexión con Calasso, sin embargo, viene con la regla del “buen vecino”, formulada y aplicada por Aby Warburg, según la cual en la biblioteca perfecta, cuando se busca un determinado libro, se termina por tomar el que está al lado, que se revelará aún más útil. Esto lo sintetizaré en una sola frase: “Encontrar lo que no buscabas”, una de las mejores cosas de la vida.

A mí, por ejemplo, me gusta organizar los tomos por lógicas sentimentales. Dos que me regaló la misma persona, el que marcó mi infancia y mi primera adolescencia, todos los de una autora que leí febril en dos semanas. 20.000 leguas al lado de Rebeldes, Dickens de charleta con Casavella y Ozick dándome consejos a mí. Los libros cuchicheando sobre cómo los trató su lector, dispuestos a ser redescubiertos en momentos de achaques nostálgicos, arrebatos eufóricos y momentos de miedo.

Hay solo una línea roja que muchos se han encargado de marcar: ordenar las bibliotecas por colores. Es un debate recurrente, en torno al que todos cierran filas, muy parecido al de la pizza con piña o la tortilla con cebolla. El librero y escritor Xacobe Pato publicó una foto de su biblioteca cromática y casi se tiene que ir al exilio en Nueva Zelanda. No estoy de acuerdo: incluso ese orden propiciará parejas curiosas y mágicas. Solo concibo dos claves para ordenar: la sorpresa y el hecho de ordenarlos. Esto es, de hacer lo que se debe hacer con los libros, en Sant Jordi y los otros 364 días: abrirlos, leerlos, moverlos, tocarlos para comprobar que siguen vivos y nosotros, en parte gracias a ellos, también.

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