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Juan Cruz Ruiz

Testigo de la calle

Juan Cruz Ruiz

Vicente Saavedra y la calidad de la vida canaria

La primera vez que mi madre necesitó sangre ajena llamé, entre otros, a Vicente Saavedra y a Javier Díaz-Llanos, arquitectos cuya obra y cuyos proyectos eran sólidos y firmes como sus músculos, como su generosidad y como sus ideas acerca del porvenir estético y ético de su oficio. Por muchas razones, entonces trabajé mucho con arquitectos isleños, y con sus amigos peninsulares, pues en aquel principio de los años setenta eran representantes de algo más que una universidad: su trabajo suponía un modo de entender la vida en compañía. Esto significaba que, aparte de sus tareas particulares, se ofrecían a generar ideas y proyectos que sirvieran para la isla y para la región. EL DÍA, donde trabajaba entonces, dedicó mucho espacio a las actividades del Colegio de Arquitectos (que entonces era “de Canarias”) porque la entidad generaba muchas noticias, culturales en general y estrictamente referidas a actividades propias del oficio, y porque además constituyó en ese momento, junto con César Manrique, los poetas de todas las islas, Los Sabandeños, Los Gofiones y algunos otros, un dique contra el rampante y desgraciado pleito insular, el más mezquino de nuestros pleitos; tan mezquino era ese desacuerdo que desembocó, por desgracia, en una de las peores manifestaciones de la desunión, la manifestación tinerfeña contra la naciente Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

En medio de ese oasis que fue la contribución de entidades o personas al acuerdo insular por la cultura (y por la vida en común) aquel Colegio de Arquitectos de Canarias sirvió de aglutinante para iniciativas históricas que impulsaron, en épocas sucesivas, Rubén Henríquez, Rubén Henríquez y José Ángel Domínguez Anadón, decanos de la fructífera etapa regional de la entidad. En el centro de ese periodo, principios de los años setenta, el Colegio encargó a Vicente Saavedra y a su compañero de estudio Javier Díaz-Llanos el proyecto del edificio regional. Lo hicieron a su modo, plantando junto al barranco que separa Anaga de la capital tinerfeña un espacio hecho para durar y para ser emblema del deseo de albergar arte y arquitectura, tanto en la apariencia como en el alma del sitio construido. Al tiempo que iba tomando forma este símbolo de hormigón armado, que aquellos arquitectos incorporaron a la voluntad estética de la época, Vicente Saavedra puso en marcha, con Carlos A. Schwartz, Francisco Artengo, Hortensia Ramos, José Manuel Hernández, miembros de la Comisión de Cultura, los actos que iban a marcar la ambiciosa tarea de hacer del edificio un centro que irradiara actividades para cambiar la fisonomía de la ciudad. A la inauguración acudieron, como símbolo de la ambición moderna de ese desafío urbano, Josep Lluis Sert, legendario arquitecto republicano, y Joan Miró, el pintor que simbolizaba también una época que abrazó la modernidad de las artes en España y con el mundo, además de Manolo Millares y Martín Chirino, metáforas humanas de la potencia creativa de las islas.

Aquellos fueron días de euforia, marcados por un debate sobre el porvenir de las ciudades y luego, ya en 1973, un gran acontecimiento urbano que, a mi parecer, Santa Cruz como entidad pública no supo aprovechar en la trascendencia estética y política que suponía. Era la I Exposición Internacional de Escultura en la Calle, impulsada por aquella Comisión de Cultura que comandaba Vicente Saavedra. Sin desmayo, cada uno de aquellos comisionados buscaron por el mundo a aquellos artistas cuyas esculturas significarían un desafío para la ciudad y un ejemplo para quienes quisieran hacer del suelo urbano un símbolo de una nueva apuesta por los paseos y por las calles. La primera idea fue de Pablo Serrano, el gran escultor que aconsejó a sus amigos que esa apuesta estética podría ser muy bien acogida por sus colegas, y tuvo razón. Ahí se fundieron muchas generosidades; todo el mundo que trabajó por ello, con el máximo estímulo de Saavedra, quería que aquello saliera bien, y salió muy bien. Otra cosa ha sido el desdén o el silencio que la sociedad representada por las autoridades locales, municipales o de mayor rango, le hayan prestado a lo largo del tiempo a esa explosión de júbilo que trajeron arquitectos como Henry Moore o el propio Joan Miró a las calles o a los parques de Santa Cruz aun en medio de la tristeza de árbol caído con la que el franquismo de la Cruz de los Caídos seguía ensombreciendo la ciudad.

Martín Chirino fue parte central del proyecto. A él le encargaron aquella escultura (que Domingo Pérez Minik bautizó como La Lady; Martín haría luego otras ladies) que sigue, roja y elegante, siendo el centro de la plaza del Colegio… Pérez Minik y Westerdahl, impulsores de gaceta de arte, la otra gran apuesta internacional de la cultura isleña del siglo XX, contribuyeron a acoger e impulsar aquel ambiente que se mantuvo firme, a pesar de los desdenes sucesivos, gracias a la generosidad sin desmayo de Vicente Saavedra y sus compañeros.

Ahora ha muerto Vicente Saavedra, pilar del proyecto de una apuesta duradera por el arte. Mientras trabajó en esa dirección, no descuidó su oficio, al que, junto a su compañero Javier Díaz-Llanos, aportó solidez e invención. En el norte y en el sur de Tenerife dejaron huellas sucesivas de su poder para rescatar en zonas preteridas urbanizaciones (como la de Ten Bel) que eran señal de que el desarrollo de los sures de las islas no tenían por qué abandonarse al gigantismo que ahora ya es imposible de diluir. No fue tan solo una voluntad estética de adecuar la belleza a la construcción, era que sin belleza era imposible concebir el futuro. Pero ahí está el futuro, lamentablemente. Urbanizaciones como esa fueron en su momento metáfora de lo que se podía hacer para construir sin desmejorar la naturaleza sobre la se asentaba; pero luego esos mismos lugares, sucesivamente abandonados, se convirtieron en señales del daño que las administraciones le fueron infligiendo al paisaje en cada de las zonas marítimas de nuestro territorio. Vicente (con Javier: es imposible disociar amistad tan fructífera) hizo que no decayera el ánimo, ni en el oficio ni en las artes. Y siguió hasta el final de sus ideas acariciando el deseo de que aquel proyecto de llevar el arte a la calle no abandonara el alma y la voluntad de la organización urbana de las islas. Era un hombre sólido y generoso, curioso y amistoso, lleno de una voluntad de hierro. La última vez que lo vi, con Javier, naturalmente, cuando a los dos el Cabildo de Tenerife los condecoró por su pasión común e isleña, lo agarré de ese brazo robusto, lo miré a los ojos y él dijo mi nombre, en diminutivo, como solía. Yo le di las gracias. Él sabía por qué. Después de tantos años, Vicente era para muchos el símbolo de una generosidad que hizo mejor la vida de los otros.

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