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Elizabeth López Caballero

EL LÁPIZ DE LA LUNA

Elizabeth López Caballero

La mascarilla como escudo psicológico

Llevamos más de un año usando la mascarilla hasta que se ha convertido en nuestra inseparable compañera. Al principio la usamos a regañadientes, olvidándonos de ella con frecuencia.

Sin embargo, ahora, está tan adherida a nuestra cara, como si de una segunda piel se tratase, que nos olvidamos de quitárnosla cuando estamos en casa. Será por aquello de que somos animales de costumbres. He de reconocer que los beneficios de su uso están más que demostrados, reduce muchísimo el número de contagios. ¿Quién de ustedes no ha estado en contacto con un positivo y, gracias a la mascarilla, no se han contagiado? ¿Y qué hay del descenso de la gripe? A pesar de estos datos irrefutables, yo pensaba que todos estábamos deseando que llegase el día de poder arrancárnosla como si de una sanguijuela se tratase. Pues no. Algunas personas se están encariñando con la mascarilla mucho más que con el rostro que se esconde tras ella. El otro día estaba en sesión individual con una niña justo antes de la hora del recreo. Ya no se puede desayunar en el patio así que, cinco minutos antes de que sonara la sirena, le dije que podía comer. La niña empezó a tomarse el yogurt haciendo malabares para no tener que quitarse el tapabocas. Le expliqué que había distancia de seguridad y que el espacio estaba ventilado. Que quizá estaría más cómoda sin la boca tapada. La respuesta de la niña me desarmó “No, que entonces se me ve la cara y soy fea. Me gusta más tenerla tapada”. No les voy a entretener con los argumentos y contraargumentos que se sucedieron después. Horas más tarde, cuando estaba con mis compañeros y hablábamos de las ganas que teníamos de dejar de usar la mascarilla, uno de ellos dijo “pues yo me siento más a gusto con ella, no sé, me da seguridad llevarla, ya no se me ve la cara”.

Me quedé noqueada. No estamos normalizando llevar la mascarilla para evitar contagios. Estamos normalizando escondernos del mundo. No mostrarnos tal como somos por miedo a desagradar al otro. A que lo que tenemos que mostrar de ojos hacia abajo no sea agradable de ver. No esté a la altura de la imaginación del que nos mira. Tal vez no ayuden comentarios como los que se suelen hacer “Es más guapo o guapa con la mascarilla”. “Que palo, de ojos para arriba era mono o mona”. “No tiene nada que ver con cómo me lo imaginaba”. El uso de la mascarilla ha hecho que afloren nuestras inseguridades y nuestra autoestima se vaya a hacer puñetas. Y eso me preocupa tanto como los contagios del virus. Porque sé y he presenciado esos momentos incómodos de quitarnos la mascarilla delante de alguien que no nos ha visto nunca la cara, quizá delante de un compañero de trabajo para comer o de una primera cita con quien te tomas algo, e intentar adivinar en su mirada lo que piensa de esa otra parte de nosotros que de repente desnudamos. Quitarnos la mascarilla se está convirtiendo en ese instante en el que nos dejamos ver tal cual somos, a pelo. Y nos está costando reconciliarnos con nuestra verdadera esencia. Probablemente la consecuencia de dejar de usar las mascarillas sea un incremento de contagios, pero no nos olvidemos de que hay otro aspecto que también se puede volver contra nosotros y atacarnos como un virus letal, y es la falta de amor propio.

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