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Ánxel Vence

Crónicas galantes

Ánxel Vence

Una Liga divina

A Florentino Pérez, presidente del Real Madrid y de muchas otras cosas, lo bautizó hace años el futbolista Butragueño como “ser superior”, categoría que está solo un grado por debajo del Ser Supremo. Razón no le faltaba, si se tiene en cuenta que el fútbol se ha convertido en un asunto de orden teológico.

Para demostrarlo, Pérez decidió crear –sin éxito, por el momento– una Superliga en la que habrían de jugar doce equipos elegidos desde las alturas que jamás descenderían ni, por supuesto, ascenderían. Más arriba del cielo nada hay, como bien se sabe.

Ese nuevo torneo, frustrado por la falta de fe de los aficionados, no iba a incluir castigos ni premios para los felices clubes que participasen en él. Sería una versión balompédica del Paraíso en el que los beneficiados disfrutarían eternamente de la condición de almas benditas y de la felicidad de haberse conocido.

No advirtió Pérez que la eternidad, aunque sea celestial, resulta de lo más aburrida e incluso agobiante, como sostenía Borges. El repetido enfrentamiento anual de los doce magníficos acabaría, sin duda, por causar el tedio del público en general y aun el de sus propios seguidores.

Los organizadores de tan divina Liga desdeñaron temerariamente las emociones que suscita la posibilidad de descender al purgatorio o a los infiernos de la Segunda División, categoría en la que militó, al menos, uno de los doce elegidos para la gloria. Si no hay castigo para los pecadores, cualquier competición pierde interés en un deporte tan contiguo a la teología como el fútbol.

Es cierto que la Champions League a la que pretendían sustituir con este novedoso torneo la ganan casi siempre los mismos; pero aun así les quedaba a los demás clubes la esperanza de jugarla e incluso ganarla. La fe, a fin de cuentas, es creer en lo que no hemos visto.

Más que un deporte o un excelente negocio –momentáneamente en horas bajas–, el fútbol es una creencia o, si se quiere, una variante de la religión con más patadas. El propio vocabulario de uso habitual en el balompié parece confirmar esa teoría.

Cuando un equipo se encuentra en situación agónica, por ejemplo, lo propio es buscar por cualquier medio los puntos necesarios para la “salvación” que, en las circunstancias más extremas, depende de un “milagro”. Si tal portento no ocurriese, la consecuencia lógica sería el descenso al “infierno” de Segunda o –antiguamente- al “purgatorio” en el que caían los equipos condenados a jugar la ya desaparecida promoción. Puro lenguaje teológico, como bien se ve.

Ni siquiera es infrecuente que los clubes amenazados por la pérdida de categoría acudan a las magias del Apóstol Santiago para que los saque con bien del trance. O que rodeen de ajos, patas de conejo y agua bendita la portería del equipo para evitar que su diabólico rival incurra en el acto impío de profanarles la red.

Nada de ese carácter teologal del fútbol han entendido los sacrílegos fundadores de la Superliga, que aspiraba a ser una alegoría de la eternidad. Quisieron impedir el acceso a la gloria de los fieles menos pudientes: y el resultado es un fracaso que, según ciertos cronistas impiadosos, los condena al ridículo: ese lugar del que nunca se vuelve.

Ni aun un ser superior puede racionar los goces del Paraíso, por lo que se ve.

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