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Entre líneas

Rocío Monasterio y la masculinidad tóxica

Rocío Monasterio, personaje de moda en el revival de nuestra nacionalcatólica política de titiriteros, forma parte de esa tropa que viene a liberar a España de comunistas y republicanos que insisten en destruir el alcázar de Toledo. La representación femenina, homóloga de Monasterio, es Marie Le Pen. Ambas coinciden en el discurso del desmoronamiento de la nación, siempre presentando como enemigos la bomba de relojería de la identidad: islamistas, inmigrantes, ideología de género, jóvenes de las periferias urbanas, otras razas, otras culturas… Antes que en Francia también se han manifestado en España militares jubilados que desean renovar la pureza de sangre nacional, apoyándose en el discurso de Vox. Y luego dicen que son casualidades, pero estas maniobras orquestales ya no se dan en la oscuridad y se evidencia cada vez más que la ultraderecha saca rédito de los momentos históricos más convulsos y críticos.

Mucha masculinidad tóxica la de estas mujeres emblemáticas de la actual arena política. Ellos y ellas, pero es la testosterona de ellas la que más me llama la atención. Monasterio tiene su alter ego masculino en Santiago Abascal, que espera cambiar la cabra de la legión, que poco le gustaba en realidad a Franco, por loros malcriados y hábiles en escupir palabras soeces y provocar que les tiren piedras en barrios de la periferia obrera. Ya casi lo ha conseguido. Mientras que la líder de extrema derecha francesa, Marine Le Pen, invita a los militares retirados franceses a su proyecto político y tiene su alter ego en su propio padre.

Vamos, que se acumulan los patriotas indignados. En este trajín, cuando algunos esperamos lo peor, me viene a la memoria aquella famosa frase con que Marx comienza su obra 18 de brumario de Luis Bonaparte: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa» (que es una la frase original formulada por Hegel) Que el feminismo es para todo el mundo, como afirmaba bell hooks, no ha llegado a estas mujeres que parecen padecer masculinidad tóxica y no se han dado cuenta que el feminismo no es un movimiento contra los hombres sino de lucha por la justicia social. ¡Hembrismo!, grita Macarena Olona acusando a las que mantienen lo que denomina ideología de género.

A Monasterio la «pienso» en términos religioso-militares, influido por mi época de internado en los Padres Salesianos y los Hermanos de La Salle. No tanto en los Hermanos de La Salle, que eran más modernos para la época, aunque tampoco se libraban del todo de esa cultura que ejercía cierta opresión con una sonrisa beatífica. Eran hombres, pero también sabía de las monjas de al lado, por mis amigas de esos colegios religiosos, que ejercían la misma crueldad que los hombres. Vete a saber si alguna vez se reflexionará esto sin el pudor opresivo de eslóganes patologizantes sobre todo en lo que se refiere a lo masculino. Tengo que decir que el haber vivido esa cultura en propia piel no significa que todo fuera negativo. Honestamente, tenían muchas cosas positivas, valores que hoy se han secularizado y que empezaron su gestación en el mensaje cristiano de hermandad y solidaridad entre los seres humanos. Además de afecto necesario a esa edad, me inculcaron el deseo de saber, de estudio y cierta dosis de sacrificio en el cultivo de la mente; pero, eso sí, mientras se reprimía el cuerpo, alfa y omega de todos los males.

Decir que a veces se “patologiza” la masculinidad, es un decir de lo dicho que no suena igual en masculino que en femenino, ya que, si lo dice Ana Iris Simón en un delicioso libro que ya va por su cuarta edición, no resuena igual en las conciencias políticamente correctas. Suele suceder, más de lo que se quisiera admitir, que lo importante en los debates actuales es matar al mensajero sin razonar dialógicamente el mensaje. Ana Iris debate ideas del feminismo que muchas consideran intocables, a pesar de que la autora dice que hay muchos feminismos y que sus vivencias personales no coinciden con la “brocha gorda” con que se trata el tema por su utilidad como arma arrojadiza. Ana Iris habla de caricaturización, y los psicólogos sociales hablamos de ejemplos extremos cuando investigamos la representación que se hace de cualquier grupo social al tratar de problemas sociales que necesitamos cambiar.

¿En qué consiste el uso de ejemplos extremos? Las ideas de una sociedad sobre las causas y soluciones de los problemas sociales se basan en las imágenes de las personas involucradas, y no de todas ellas, sino de las más involucradas. Estas imágenes llegan a la sociedad a través de distintos medios y actores, los cuales ofrecen una visión sesgada de la realidad y solo sacando a relucir los casos extremos. Así, por ejemplo, se tomará como más representativo del problema del alcoholismo a los hombres, pero poco o nada se hablará del alcoholismo del ama de casa y por qué llegan al alcohol debido a la opresión que sufren por ser mujeres a las que se han estrechado sus horizontes vitales; también se hablará de la droga por la catástrofe que supone para la salud, acudiendo a la eterna imagen del joven desahuciado, pero poco o nada se hablará de los propios poderes políticos, comerciales, policiales y judiciales que están en el negocio de la droga, y también poco se hablará de las condiciones de vida de estos jóvenes y de sus dificultades, sabiendo como ya sabemos que cuanto más éxito económico existe en una sociedad, más problemas de drogadicción encontramos. La droga no es solamente un problema de los jóvenes, sino de toda la sociedad, porque existen muchas drogas, solo que unas reciben un trato menos criminalizador que otras. Se vende alcohol o tabaco y se vende a los jóvenes, con anuncios persuasivos, y, por otro lado, se critica su consumo.

El caso de la patologización de la masculinidad que plantea Ana Iris es otro buen ejemplo del uso de ejemplos extremos: el hombre violento, el que no llora, el que no cuida, el que es autoritario, violador, putero, machista y patológico ya se ha convertido en imagen emblemática de esa masculinidad “heteropatriarcal”, todo lo contrario a esa masculinidad feminista que está por definir según bell hooks. Pero dice Ana Iris que los hombres de su vida, empezando por su padre, no eran así. También me lo dicen amigas que ven a sus padres heterosexuales muy a lo Clint Eastwood, pero tiernos, cuidadores y con mucha paciencia para la crianza. En mi caso, mi padre no era muy sensible y cuidadoso con mi madre, pero, paradójicamente, sí lo era con sus hijos.

Me gustaría subirme a hombros de una intelectual gigante como Arlie Hochschild, que dijo al comienzo de uno de sus libros: “hace relativamente poco comencé a sentir la necesidad de entender a la derecha”. Esta autora nos enseña a valorar el papel de las emociones en la política, así como la barrera de la falta de empatía para entender la rabia y la hostilidad hacia quienes no comulgan con nuestras ideas. Agrega que en momentos de turbulencia política o intensas vivencias de vida que nos han marcado, incluso desde la infancia, pueden hacernos defender causas aferrándonos a las certezas inmediatas. La lectura de esta autora me ha enseñado a ver que es en estos momentos cuando metemos con calzador la información que recibimos del otro en nuestras ya preestablecidas creencias ideológicas, crédulos de que lo que percibimos es “toda” la información que existe.

Por eso, me gustaría entender a una mujer tan de ultraderecha como Rocío Monasterio, Marine Le Pen o Macarena Olona, con esa masculinidad tóxica con la que se disfrazan, la que también patologiza a los hombres. Además, no olvidemos que Margaret Thatcher fue la encarnación de la derecha ultraliberal, junto a Ronald Reagan, que dieron permiso de caza al neoliberalismo. Tampoco se queda atrás Isabel Ayuso o las mujeres del PP, que dicen que las mujeres de derechas también pueden ser feministas. Es cierto que nadie las llama machistas y, aunque tengan veleidades machistas, pasan más desapercibidas. Según el perfil de votantes de Vox, ¿por qué tantos hombres y relativamente jóvenes les dan su voto? Los sondeos de encuesta sobre actitudes políticas y voto señalan que a Rocío Monasterio le votan muchos más hombres que mujeres, por eso ella encarna quizás la masculinidad tóxica y juega el mismo papel que aquellas monjas del colegio de mis amigas. Los hombres cultivan los extremos, pero es el extremo más tóxico de nuestra masculinidad el que se ha propagado como signo más emblemático de la identidad masculina. Ellas han sabido sublimar y recoger el machismo herido de esos votantes de pelo en pecho.

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