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Juan Cruz Ruiz

Una esperanza para seguir viviendo

La poesía me ha ayudado a encontrar palabras de ayuda y esperanza a lo largo de toda mi vida. Nuestra generación (nací en 1948, ya no tengo 27 sino 72 años) ha vivido tiempos hermosos y trágicos. Subió el hombre a la Luna, pero mataron a Kennedy, triunfó la revolución cubana, pero luego ella misma se hizo la contrarrevolución, ocurrió el 68, pero no había playa bajo los adoquines, y ahí siguió Franco, matando hasta el último suspiro de su vida de violencia y burla. Hicimos amigos y vivimos amores y desacuerdos, y en la vida fuera de nosotros mismos vimos reyertas y traiciones, desilusiones del tiempo y desdenes que fuimos olvidando o convirtiendo en versos o tachaduras. En ese recorrido siempre hubo versos o canciones. Estuvieron Raimon y Serrat, los Beatles y los Sabandeños o los Gofiones, la parranda nocturna o los mediodías con Néstor Álamo. Y estuvieron los Padorno, Eugenio el joven y el tempestuoso y playero Manuel, los jóvenes Alfonso O´Shanahan o el impetuoso Manuel González Barrera, o la inteligencia tranquila de Miguel Martinón, la ironía sin navaja de Alberto Pizarro, la multidisciplina estética de Lázaro Santana, la generosidad urgida de Jorge Rodríguez Padrón, generoso como lector y audaz, certero, como poeta… Por encima flotaban los poemas maestros de Agustín Millares o de Pedro García Cabrera, que cada uno a su manera rasguearon la soledad infinita, y la rabia, que dejó la guerra sobre el alma insular y sobre la vida. De todos supe versos, y aun los sé, o por lo menos están entre la garganta y el cerebro, pululando por ahí, aunque yo mismo no esté ni en la tierra ni en el destierro, pues uno jamás deja la tierra, pobre de mi, como decía de sí mismo el isleño Samuel Beckett.

Amparando todo ese tinglado de afectos y conocimientos, naturalmente, estaba un hombre benevolente, Domingo Pérez Minik, que nos toleraba las chiquilladas y los errores por si alguna vez nos alumbraba la luz de la inteligencia de escribir. Pero de toda esa época, aunque hubiera tanto donde elegir, lo que siempre está en mi casa como si fuera una melodía de Vivaldi, nunca se me ha ido el ritmo de un verso que me vino después de haber escrito en la pared aquel If de Rudyard Kipling. Era la imprecación a la esperanza de José Luis Pernas, en la que el gran poeta grancanario explicaba que había que buscarse una esperanza para seguir viviendo. Lo dije tantas veces que una vez el muy noble poeta, y persona excelente, alegre, de esa gente que de veras expresa el deseo de que a los otros les vaya bien, me tuvo que decir que no sólo había escrito ese verso.

Pernas tiene muchos versos y muchos premios, títulos como Hombre aprendiendo o Renacimiento, donde puede expurgarse la naturaleza rabiosamente humana de su poesía, pero como también tiene esas palabras que siguen en mi alma como algunos versos de Blas de Otero o de García Lorca, este último jueves fue el que me acompañó en el Mojón, donde está el Hospital del Sur de Tenerife, en el proceso modesto más importante de estos tiempos de pandemia. Cuando me senté ante el enfermero que confirmaba mi filiación, mi edad y otras circunstancias, y la enfermera ponía a punto su instrumental, fueron esas palabras de Pernas sobre la esperanza las que vinieron de pronto a mi cabeza como si constituyeran una preparación para esa guerra levemente quirúrgica que se iba a desarrollar inmediatamente. Afuera, a unos metros del recinto en el que se producía la vacunación, el Atlántico era un plato de mar, el agua aventaba celajes de viento muy manso que dejaba ver Gran Canaria y algo de La Gomera. En el pequeño recinto en que los veteranos esperábamos que la vacuna hiciera su trabajo había paz e incluso dulzura, y yo me repetía mentalmente que en tiempos difíciles como estos que estamos viviendo es necesario buscarse una esperanza para seguir viviendo… Pues no son sólo tiempos difíciles porque así lo haya mandado la terrible pandemia que ensordece cualquier noticia mundial que ocurra, o cualquier anécdota, electoral incluso, que aquí vaya pasando, pues es la pandemia la que ha puesto a flor de piel, a mi juicio, este desquiciamiento, esta falta de juicio y de prudencia, que ha ido marcando las conductas humanas hasta hacernos peligrosos los unos a los otros.

El contagio, que se suponía cosa que afectara a la salud del cuerpo, se ha hecho también contagio de las mentes y de las almas, y por ahí vemos a personas mayores, incluso muy instruidas, lanzándose venablos desgraciados (es decir, sin gracia) para prevalecer como triunfantes en el arte del insulto y de la daga, tratando de ganar batallas en las urnas o en los medios de prensa, saltándose las reglas de debatir o de discrepar para alcanzar la suprema falacia del insulto, la lenta calumnia que aspira a derribar prestigios de larga duración por el único gusto de sabotear memorias o conductas. La pandemia, en este caso, ha roto sus fronteras depredadoras de ofensa a la salud y se ha puesto al servicio de un desorden anímico que está socavando la serenidad de discutir o de confrontar, y ya incluso la gente que debe combatir por la salud está a la greña como los personajes del ilustre pintor iluminado, don Francisco de Goya y Lucientes.

En eso estaba pensando cuando el celador del hospital llegó adonde estábamos y nos preguntó si ya habíamos meditado lo suficiente, pues mientras esperábamos aquellos viejos lobos distraídos, hombres y mujeres, seguíamos con el rabo entre las piernas, esperando que aquella vacuna fuera, precisamente, lo que tenía que ser, una oportunidad para seguir viviendo como decía el gran poeta que debían ser la espera y la esperanza. Tras el sopor del pinchazo, quince minutos más tarde me acerqué lentamente al mirador. Indiferente, ahí estaba el Atlántico respondiendo a la vida con su lenta actitud de soberanía, azul como la orilla en la que se bañan los niños. “Comprendo entonces que es necesario buscarse una esperanza para seguir viviendo”. Gracias, José Luis Pernas.

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