La Provincia - Diario de Las Palmas

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Realidad imaginaria

Hay que ser fan

Si pienso en qué significa ser fan, siempre regreso a la novela Juliet, desnuda, de Nick Hornby: «Cuando Duncan se apartó, Annie pudo ver que el inodoro, como casi todos los de los clubs de rock, estaba atascado. (…) – Si los retretes hablaran, ¿eh? Annie se alegraba de que aquél no pudiera hacerlo. Duncan habría querido quedarse charlando con él toda la noche».

¿Por qué están estos dos personajes tirándole fotografías a un wáter? Estamos ante una pareja en crisis y la poca energía que Duncan le ofrece al mundo es para concentrarse en Tucker Crowe, un enigmático músico americano de culto que podría haberse aliviado en este maltrecho trono de cerámica. ¿Pero exagera un poquito Hornby en su novela? Para nada. Él sabe de lo que habla y yo mismo podría poner mil ejemplos. ¿Uno? Suso, un colega, el mayor fan de la banda Big Star, me reconoció un día que se carteaba con una mujer. «Enhorabuena», le dije. «¿Es de aquí?», añadí. «Es una exnovia de Alex Chilton», me dijo. «¿Alex Chilton de Big Star?», contesté, como si conociera a un Alex Chilton tornero fresador y de Cuenca. «Exacto, él ya murió pero es nuestra forma de seguir en contacto con él», me dijo.

Así que no solo soy fan, sino que me interesa todo lo que guarde relación con seguidores apasionados de gente con talento. Por eso hay que celebrar la publicación del imprescindible Starlust. Las fantasías secretas de los fans, de Fred Vermorel (Editorial Contra).

Levantado con 350 horas de entrevistas, 400 testimonios y 40.000 cartas a estrellas, el libro repasa los sofocos, sueños (húmedos) y miserias de fans entregadísimos de David Bowie, Boy George, The Police o Barry Manilow.

Dice Joanne, con tres hijos y esposa de un comercial a domicilio, en la primerísima frase del libro: «Cuando hago el amor con mi marido, imagino que es Barry Manillow. Siempre. Pero luego, cuando acabamos y me doy cuenta de que no es él, me pongo a llorar».

A partir de ahí, mil confesiones: el adolescente que sueña con una felación del bajista de The Jam en los baños del instituto, las noches Barry en las que señoras de mediana edad comparten fantasías sexuales y colocan pósters de tamaño natural en el comedor o la adolescente que solo sueña con una escena cotidiana (cariño, ¿dónde he dejado las tijeras?) con Bowie. O la que se pone poética, como Colette con Michael Jackson: «Cada vez que veo la luna me parece increíble que él la pueda estar mirando a la vez que yo». O, también, claro, las que caen en el trastorno, como las fans que sueñan con que su ídolo enferma (Boy George con hepatitis) para cuidarlos (version costumbrista de Misery de Stephen King). O como este tal Simon que escribe a Bowie: «Mi verdadera identidad es Dios, veo ovnis (y ocasionalmente quásares)».

Siempre me ha parecido insultante la diferencia entre cómo los reporteros televisivos presentan a las quinceañeras que hacen cola en el Sant Jordi para un concierto y a los cuarentones que, con barrigas sietemesinas, aguardan un partido de fútbol. Ambos gritan, llevan fotos de ídolos y pinturas en la cara, gimotean. Sin embargo, el tono paternalista es para las fans adolescentes y no para los adultos futboleros.

Por eso es útil leer este libro, asomarse a las mentes más obsesivas del fan. Y más ahora que el fútbol se juega sin público, los políticos juegan a ser estrellas del pop populista y todo el mundo es crítico antes que fan. Sin llegar al delirio, hay que ser fan. Siempre. Dice, con razón, Vermorel: «¿O acaso Robert Plant ha escrito algo tan bonito como la fantasía que relata Lucille sobre él?».

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