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Alfonso González Jerez

Retiro lo escrito

Alfonso González Jerez

El mármol de Iglesias

Es admirable la cantidad de marmolistas que se están dedicando a labrar la lápida funeraria de Pablo Iglesias. Quizás fuera conveniente que dejaran un poco de espacio, porque puede intuirse que el interfecto no se dedicará solamente a dictar clases en la Universidad Complutense –no conozco a ningún exalumno que lo considere un mal profesor– ni se ha compinchado con Roures para producir un triste o alegre programa de entrevistas o debates intentando un revival de La Tuerka. Conociendo a Iglesias –sus apetitos y talentos– intentará escalar posiciones en lo que él mismo llama “el principal dispositivo del aparato cultural de hegemonía ideológica”, es decir, la industria audiovisual en general y la televisiva muy en particular. Todo su trabajo en televisión como productor y presentador de sus propios programas ha estado dirigido a “desplegar dispositivos culturales contrahegemónicos”. Y Roures, tras sus fracasos, quiere entrar otra vez en la batalla de la influencia, y aunque en una situación delicada dispone todavía de medios financieros para hacerlo. El dueño de Mediapro es un caballero raruco y muy inteligente que disfruta enriqueciéndose con la venta de dulces chucherías ideológicas contestatarias, progresistas, revolucionarias.

He leído por ahí lo prodigioso de la travesía de Podemos, del 15 de mayo de 2011 hasta su desembarco en el Gobierno español, gracias al pacto del PSOE y Podemos hace año y medio. Son innegables la astucia y el atrevimiento de Iglesias y su reducido equipo inicial: supieron ver una excepcional ventana de oportunidad y la aprovecharon. Pero algunos no lo consideramos tan abracadabrante. Dos treinteañeros, Felipe González y Alfonso Guerra, comenzaron a reconstruir el Partido Socialista Obrero Español en 1976: en ese momento solo tenía una minúscula presencia en Madrid, el País Vasco y Sevilla. Al año siguiente, y ante el pasmo del PCE liderado por Santiago Carrillo, el PSOE era el principal partido de la oposición en el flamante Congreso de los Diputados. Y apenas un lustro más tarde llegaba al Gobierno en la marea de una mayoría absoluta de más de 200 diputados, sin perder el poder hasta 1996. Por supuesto que las circunstancias históricas eran distintas, pero, sinceramente, no sé si mejores para los jóvenes socialistas que había tomado las riendas del partido en las postrimerías del franquismo. González y Guerra diseñaron (y tutelaron) una estructura orgánica y territorial, los límites de un perfil programático y una cultura de partido que demostraron su eficacia y eficiencia durante más de un cuarto de siglo.

Por supuesto, para los jóvenes del 15-M, para los profesores posmarxistas engatusados por el populismo de izquierdas y las experiencias supuestamente emancipadoras de bolivarismos y demás hierbas latinoamericanas de principios del milenio y del altermundismo, el pecado original del PSOE felipista fue “desaprovechar” ese descomunal apoyo electoral sustituyendo su potencial reformista por un gradualismo socioliberal cada vez más debilitado y cómplice, desde un primer instante, de las élites financieras y empresariales y de los intereses corporativos del país. No es un análisis completamente disparatado. Lo disparatado era ignorar que las sucesivas victorias socialistas estaban vinculadas, precisamente, a su moderación, a la inclusión de los derechos de las clases medias y las trabajadoras, a la renuncia, incluso retórica, a cualquier maximalismo. Iglesias, en cambio, ha creído que toda una sociedad puede peterpanizarse, y así, mágicamente, quienes comparten intereses y demandas deben reclamarlas democráticamente desde un mismo espacio político e ideológico. Pero no es así. Iglesias (y Podemos) es la enésima frustración de la izquierda que no comprende que la inmensa mayoría no sea de izquierdas y que, si pudiera, disolvería al pueblo –antes que las Cortes– hasta que aprendiera a votar.

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