La Provincia - Diario de Las Palmas

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Javier Durán

Agotamiento y fanfarria

A estas alturas de la pesadilla es concebible que se confunda el fin del estado de alarma con el fin de la pandemia, cansados como estamos de salir y entrar a través del pasillo de las restricciones, cambios de nivel, interiores y exteriores, terrazas y no terrazas, grupos de cuatro o de seis, marcas de vacunas, gel hidroalcohólico, cifras de la UCI, estadísticas de muertos, secuelas, horarios de toque de queda, cierre perimetral, hospitalizados, casos activos, altas médicas, PCR...   

Desde que el presidente, acompañado por el alto mando militar y su comité científico, anunció la entrada en vigor de la situación excepcional vivimos en un estado emocional límite, una pesadilla esponjosa que aspira al disolvente máximo: volver a la normalidad de los días sin mascarilla antivirus, la prenda que nos ha igualado socialmente desde que empezó la hecatombe. La caída de la estructura legal creada por el Estado para controlar la emergencia sanitaria podría llevar a la conclusión errónea de que el coronavirus es pasado. Una fantasía, como he dicho, producto del agotamiento.

Tras las guerras que duran años, incluso las que son contra bacterias asesinas, el renacer podría ser un enloquecimiento social hasta el éxtasis, ya sea desde la creación intelectual como desde un consumo desorbitado de drogas, o simplemente con el resurgimiento insospechado de la vida nocturna. Unos felices años 20 en el siglo XXI. Todo llegará. El fin del estado de alarma nos libera sólo de una capa entre las tantas que ha traído la pandemia, pero con el temor de que dicha liberación provoque la histeria autonómica, con unos gobiernos regionales, que, a la vista de la suspensión, pongan en circulación una batería de normas provisionales (o contradictorias) para controlar la pandemia en sus territorios. A los gobernantes, que actúan desde la buena intención y el deseo de proteger a los ciudadanos, faltaría más, hay que recordarles que la sociedad está exprimida, agotada, ererizada, erterizada y traumatizada.

Mientras se siguen de cerca las cifras de vacunados para alcanzar el ansiado 100 por 100, crece la posibilidad de que tras el fin de la alarma llegue la judicialización de las restricciones que adopten las autonomías por la emergencia sanitaria. La estupefacción general se hará patente si el recurso ante los tribunales se convierte en el pan de cada día. La inseguridad de los ciudadanos aumentará, al igual que para determinados sectores económicos. El cierre de la etapa estatal en el control de la pandemia eleva el protagonismo de los consejos de gobierno y los parlamentos autonómicos, que deben consensuar al máximo sus disposiciones legales y evitar que el fin del estado de alarma provoque una verdadera jauría en pos de los intereses sectoriales. La salud y el bienestar de las personas debe anteponerse a la estrategia partidista y al egoísmo de algunos ámbitos empresariales.

La etapa que se abre no debe ser para la discordia ni la fanfarria política. Urge el fomento de la sociedad de los cuidados, la protección social y psicológica de los hombres y mujeres cuyas vidas han colapsado. Hace falta más que nunca la ejemplaridad sobre la que insiste el filósofo Javier Gomá. Sólo siendo cada uno ejemplares en lo que nos corresponde insuflaremos un empuje relevante a la posguerra de la pandemia, una encomienda que a simple vista parece fácil pero que el transcurso ha demostrado y demuestra que es compleja de alcanzar. Más allá de una transformación legal, el fin del estado de alarma no debe ser, como es obvio, un nuevo campo de batalla y de instrumentalización electoral, sino la apertura de un proceso de ayuda a las personas, que por una vez no deberían sentirse utilizadas ni manipuladas.

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