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Myriam Z. Albéniz

Desde la sala

Myriam Z. Albéniz

Pobres criaturas

No es esta la primera ocasión en la que dedico mi artículo semanal a un asunto que me preocupa sobremanera, y no sólo desde el punto de vista profesional sino, fundamentalmente, personal. La sociedad en su conjunto no puede permitirse el lujo de cerrar los ojos ante una realidad mucho más habitual de lo que parece: los diversos rostros del maltrato infantil derivado de los fracasos sentimentales de sus mayores. Cualquier maltrato, ya sea físico, psicológico o de otra índole, es rechazable, con independencia de su grado, pero los niños son niños y, por lo tanto, acreedores de una especial protección y merecedores de un cariño sin límite.

Y si la lógica invita a considerar a los padres y madres como aquellos seres que deben amar, proteger y apoyar a sus vástagos a lo largo de toda su vida, resulta muy difícil de asumir por qué no se esfuerzan al máximo en dejarles al margen de sus conflictos o, al menos, en tratar de minimizárselos. Incluso después de una separación o un divorcio, ambos implicados habrán de seguir manteniendo una cierta relación de cara al futuro, si quiera porque comparten el vínculo común de la patria potestad, de modo que esmerarse en convivir se alza como la vía idónea para evitar confrontaciones no deseadas que perjudican a todos y cada uno de los miembros de las dos familias, víctimas que también sufren extraordinariamente a causa de estos desencuentros.

En un relevante porcentaje, el trato entre separados no suele ser fácil, máxime en las primeras fases del proceso. Cuando las circunstancias les obligan a coincidir, reviven situaciones dolorosas y las emociones negativas se abren hueco en su ánimo, deseos de venganza incluidos. Además, con frecuencia no encuentran razón alguna para suavizar sus diferencias y, sabedores de los puntos débiles del contrario, no dudan en atacarlo, recurriendo si es preciso a lo más efectivo: sus descendientes. Por otra parte, la entrada en escena de nuevas parejas sentimentales suele venir a agravar una coyuntura ya de por sí delicada, y son una vez más los más pequeños quienes se ven sobreexpuestos a reacciones hasta contraproducentes de madres y padres. En honor a la verdad, resulta bastante habitual que los inicios de estas etapas entrañen dificultades y que, en ocasiones, un obstáculo que no se haya podido eludir desemboque en el punto final para esas segundas oportunidades amorosas. En ese sentido, resulta fundamental recurrir al tacto y a la inteligencia para que ese doble compromiso triunfe. No hay que olvidar que la ruptura del vínculo conlleva, por regla general, un período traumático para quienes, a menudo, conservan la esperanza de la reconciliación de sus progenitores y no se resignan a la incorporación de una tercera persona a la que se considera el o la rival a batir.

Por esa razón, expertos en la materia aconsejan que los menores no sean incluidos en el nuevo organigrama afectivo ni demasiado pronto ni excesivamente tarde. Se habla del segundo año a partir de la crisis como fecha más recomendable, con el fin de no superponer ambas tareas: la de superar el duelo y la de construir otro hogar. En definitiva, nos enfrentamos a unas expectativas a medio plazo que únicamente se harán efectivas paso a paso, transitando por el lento pero seguro camino de la comprensión y el respeto mutuo.

No me cansaré de insistir en la idea de que, para un crecimiento emocional adecuado, las hijas y los hijos precisan de las figuras de sus madres y de sus padres, aunque el enlace entre ellos se haya disuelto. Me consta que se trata de un esfuerzo personal muy intenso, pero han de llevarlo a cabo para demostrar esa madurez que, como adultos, se les exige. Cuanto mejor sea su ejemplo, así será el respeto y el cariño que obtendrán para siempre de quienes les deben la vida. 

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