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Humberto Hernández

Observatorio

Humberto Hernández

Mi dialecto materno

Mi dialecto materno La Provincia

Por lo que parece, tenemos los canarios ciertas limitaciones expresivas que manifestamos, sobre todo, en la comunicación oral, y yo no estoy muy seguro de que sea así. Una cosa es reconocer una natural o patológica deficiencia y otra, muy distinta, es tener que seguir aceptando que, irremediablemente, somos incapaces de alcanzar el nivel de competencia lingüística que sí poseen los hispanohablantes de otras latitudes; sobre todo cuando es de sobra conocida la razón de este ya denominado complejo que, por, otra parte, tampoco es tan generalizado.

El origen, creo yo, puede proceder de una desviada, que no deficiente, educación idiomática que ha privilegiado la norma lingüística septentrional o castellana atribuyéndole un prestigio superior, pues, que yo sepa, no debería haber razones objetivas para tener que aceptar que los niños canarios son más parcos, menos desenvueltos y más inhibidos a la hora de expresarse que los de la meseta castellana. ¿Tenemos los canarios alguna innata limitación de orden psicolingüístico para que no consigamos liberarnos de ese histórico complejo que de tanto repetir acaso hemos acabado por creérnoslo?

Si a las razones de índole metodológica sumamos la interferencia de los medios de comunicación de ámbito nacional es posible que empecemos a entender la actitud de hablantes de segunda categoría en la que se reconocen muchos ciudadanos canarios y que se manifiesta en inseguridad lingüística, sobre todo en situaciones comunicativas de cierta formalidad: ¿seseo o distinción?, ¿ustedes o vosotros?, ¿cochito o cochecito?, ¿guagua o autobús?, ¿papa o patata?, son ejemplos de algunas vacilaciones recurrentes. Y si ya hemos detectado la etiología del supuesto complejo, ¿cómo no vamos a ser capaces de reafirmarnos en nuestro dialecto sin otras justificaciones que las lingüísticas y sin necesidad de acudir a otros argumentos ideológicos o patrioteros?

El paradójico e incomprensible error metodológico reside en el hecho de que se hace caso omiso al indiscutible principio de que el estudio reflexivo de la lengua materna debe realizarse a través de la modalidad lingüística en la que se encuentra el alumno, es decir, de su dialecto materno, y no de uno foráneo cuya extrañeza constituye un primer motivo de rechazo a la clase de Lengua Española (o de Lengua Castellana, según la terminología de la Administración educativa). Y será a partir del mejor conocimiento del dialecto materno el modo en que se irán ampliando las competencias lingüísticas de los estudiantes, hasta conseguir que en el futuro se desenvuelvan sin dificultad en cualquier situación comunicativa, entre los de su dialecto y con los hablantes de otras modalidades, en situaciones familiares y en las de la más elevada formalidad.

No es mi propósito alentar el rechazo a la norma común del español, que es la que garantiza la unidad de la lengua. Mas esta convicción unitaria no puede negar el respeto a la diversidad y a no reconocer el extraordinario aporte de sus manifestaciones dialectales. Porque facultades de Comunicación y de Traducción e Interpretación hay que imponen a sus alumnos una reconversión lingüística que implica el artificioso cambio de norma (de la meridional a la septentrional), si es que aspiran a ejercer la profesión sin mayores problemas: “Con esa pronunciación seseante y esas eses aspiradas no vais a llegar muy lejos en este mundo de la comunicación”, advierte el profesor de Locución en una de las primeras lecciones del curso en un centro académico peninsular. Por eso no es de extrañar que el director de una radio de ámbito nacional en su centro de Canarias, que, por supuesto, locuta en nuestro dialecto materno, recibiera una sorprendente lección de ortología de un joven madrileño recién titulado y destinado a una plaza de locutor en el Archipiélago: “Es que vosotros los canarios ―afirmaba con prepotencia (¿altanería?, ¿soberbia?)― no sabéis pronunciar vuestros propios nombres; decís con /S/ Nauset, Ayose Yaisa, Guasimara, cuando debéis pronunciarlos con /Z/, pues con esa letra o con c es como se escriben: Nauzet, Ayoze, Yaiza, Guacimara”.

La primera lección que debería conocer el profesor de Locución de marras y este neófito locutor es que las distintas modalidades del español, con las particularidades fónicas correspondientes, constituyen un patrimonio cultural que debe ser objeto de respeto y protección (art. 3.3. de la Constitución), y a nadie se le puede negar el derecho a expresarse en su dialecto, que es como se expresa todo hablante que no sea un robot. Estos nombres, imprudente remedo del profesor Higgins (dese una vueltita, colega, por el Pigmalión de Bernard Saw y hágase con su mensaje), son todos de origen guanche, y nunca hubo un hablante canario que los pronunciara con una interdental en lugar de hacerlo, como es natural, con nuestra /S/ predorsal. Y de naturalidad va la cosa, “pues todo hablante nativo, si no se azara ni se intimida, si no dedica demasiada introspección a su forma de hablar, si se expresa espontáneamente en la lengua de sus amigos, hablará siempre bien”, como afirma el escritor colombiano Héctor Abad Faciolince en un magnífico texto, “En román paladino”, cuya lectura recomiendo.

Con naturalidad se expresaba mi madre, mi mejor modelo de buen hablar; por eso el español de Canarias es doblemente mi dialecto materno: era el dialecto de mi madre y es el dialecto en el que primero empecé a expresarme en esta lengua que me tocó en suerte, y permítanme, por una vez, esta valoración que, reconozco, posee una importante carga de subjetividad (aunque razones, haylas). De mi madre recibí las primeras lecciones de fonética y de semántica, por más que sus conocimientos fueran los básicos adquiridos en una humilde escuela unitaria de posguerra, regentadas muy bien, eso sí, por heroicos docentes, mal valorados por sospechosos de subversivos y poco colaboracionistas: “Con timbre sonoro y hueco / truena el maestro, un anciano / mal vestido, enjuto y seco, / que lleva un libro en la mano. / Y todo un coro infantil / va cantando la lección: / «mil veces ciento, cien mil; / mil veces mil, un millón»…”. “Recuerdo infantil”, de Machado, que a mí también me traen a la memoria tantas y tantas evocaciones.

Con su característica espontaneidad, y sin complejos, me hizo ver que yo, sin saberlo, era yeísta: “Me he dado cuenta de que no distingues poyo de pollo”, me dijo; pero me explicó que entendía que lo fuera a pesar de mis estudios, porque algunas de sus amigas del pueblo, distinguidoras también, cuando disfrutaban de una corta estancia en la capital, regresaban al pueblo con la superior condición de yeístas: “Mira, tú, Fulana qué parejera, estuvo dos semanas fuera y ya viene hablando fino, como las de Santa Cruz”. Pero ella, sin complejos, nunca renunció a su distinción, ni yo a mi yeísmo.

De mi madre también recibí las primeras lecciones de semántica. Me hacía sutiles definiciones de palabras del entorno, y, con frecuencia, las correlacionaba con otras del español venezolano, que también conocía muy bien. Me impartía, sin ella saberlo, magníficas lecciones de sinonimia diatópica (manta / cobija; concha / cáscara; escaparate / armario). Y fue ella quien puso en orden un inestable campo semántico, que también, es probable, lo estará para muchos, el de ‘persona que se jacta’, que en español general presenta un buen número de lexías: jactancioso, altivo, soberbio, prepotente, altanero, arrogante, cuyas diferencias ―que debe haberlas― nunca me las resolvió ningún diccionario: buscaba altivo, y me definía soberbio; en soberbio me remitía a altivo; en arrogante a altanero; y en altanero me enviaba de nuevo a arrogante. Pero los canarios, a quienes tan poco simpáticos nos caen los jactanciosos y prepotentes (¡por qué será!), sí que nos dotamos de una serie de palabras, algunas importadas del español americano, que precisaron muy bien lo que, a mi parecer, no había resuelto el español general, al menos en los diccionarios.

Y es a mi madre a quien le debo esta lección de semántica que, con todas las prevenciones de su provisional validez, paso a exponer. Reconocía ella muy bien el que podríamos considerar el término general y menos marcado: alabancioso, ‘jactancioso que disfruta alardeando de sus éxitos y virtudes’, pues al calificado así le basta con eso: “Es muy alabancioso, no para de hablar de toda la fortuna que ha acumulado”. La voz fachento, se refiere al ‘jactancioso que pretende impresionar a los demás’; muy próximo está el echón, pues este aspira a hacerlo de manera más ostensible aún, pues el fachento o echón suele ser un “echado palante”; presenta, además, la variante, echante, sobre todo en la isla de Tenerife. El echón “se la echa”: se la echa de rico, de valiente, de atrevido, y si alardea de su osadía o valentía se sitúa muy próximo al bravucón del español general; incluso puede considerarse un curro (“echárselas de curro”). El fachento y el echón (o el “echado palante”) están muy próximos al fanfarrón, que compartimos con el español general. La voz parejero, además del valor de ‘confianzudo’, también propio del español de Canarias, hace referencia a otro tipo de jactancioso: quien, por presumir, pretende estar a la altura de los que objetivamente lo superan; el parejero suele ser algo osado en la manifestación de sus ideas y muy indiscreto (“Es un parejero, sin saber nada de medicina se atreve a discutir con los médicos”). El fragilón, por su parte, es un jactancioso ignorante y estúpido (“Es un fragilón, pues cree que todas las mujeres están locas por él”). Facistol y refistolero, con sentidos muy próximos: ‘pedante’ y ‘presumido’, traídos de América, tienen menor extensión y frecuencia de uso en las Islas.

Todos estos términos (alabancioso, fachento, echón, curro, parejero, fragilón, facistol, refistolero) con la precisión de matices que acabo de indicar, los recibí de mi madre, pertenecen, pues, a mi dialecto materno, y puedo asegurar que tenían una extraordinaria vitalidad en mi entorno. Ahora será en el seno de la Comisión de Lexicografía de la Academia Canaria de la Lengua cuando se los vuelva a considerar para comprobar fehacientemente si los resultados de estos personales análisis pueden extrapolarse más allá de los límites de un habla local.

Valgan estos ejemplos para demostrar la enorme riqueza que puede aportar un dialecto a la lengua general y para convencernos de una vez de que no tienen sentido los complejos cuando somos dueños de tan maravilloso patrimonio.

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